George W. Bush, ¿presidente o predicador?
No es habitual que la política en Estados Unidos genere odios profundos en la ciudadanía. Al final, luchas partidistas aparte, el sistema, junto al respeto profundo que la institución presidencial todavía inspira a la mayoría de los ciudadanos, acaba imponiéndose y la sangre no llega al río. La historia así lo demuestra o, por lo menos, lo ha demostrado hasta ahora. En el siglo pasado, los republicanos pudieron impugnar, ante las flagrantes irregularidades del recuento de votos en Illinois, la victoria por sólo 117.000 votos de John F. Kennedy sobre Richard M. Nixon y, por respeto a la presidencia, no lo hicieron. El sistema demostró su funcionamiento con la absorción de los escándalos Watergate y Lewinsky, causantes de graves lesiones a la credibilidad presidencial, pero que cicatrizaron con el paso del tiempo. Incluso la sociedad, pasado el desconcierto y la irritación de los primeros momentos, producto del bochornoso recuento de Florida en noviembre de 2000, se dispuso a aceptar con escepticismo, pero con resignación, el mandato de George W. Bush, convertido, por decisión del Tribunal Supremo, en el primer hijo de presidente que accedía a la Casa Blanca desde John Quincy Adams en 1824.
El 11-S le transformó completamente y se vio como un nuevo Moisés dirigiendo a su pueblo en la batalla contra las fuerzas del mal
Se presentó en 2000 como el gran unificador y ha conseguido polarizar el país de una forma desconocida desde la guerra civil
La carrera política de Bush hijo no había podido ser más meteórica. En sólo seis años pasó de Austin a Washington, de gobernador de Tejas a 43º presidente de Estados Unidos. Incluso si el Supremo no le hubiera dado por ganador en Florida, el llegar a la recta final codo a codo con un político nacional de la experiencia y popularidad del vicepresidente Al Gore, hubiera supuesto una hazaña para Bush, hasta meses antes de la elección un gobernador cuyas únicas credenciales, fuera de Tejas, eran las de ser hijo de un presidente, el 41º, estrepitosamente derrotado por Bill Clinton en 1992 tras un solo mandato presidencial.
¿Cómo pudo llegar a la primera magistratura del país más poderoso del mundo una persona como George W., con un expediente académico mediocre, sin la más mínima inquietud intelectual, con una juventud tormentosa debido a sus problemas con el alcohol, fracasado en el negocio petrolero y con una derrota a sus espaldas en su único intento de optar a un cargo electivo (uno de los escaños tejanos en el Congreso federal) en 1978 antes de disputar, y ganar contra todo pronóstico, el Gobierno de Tejas en 1994 a la entonces gobernadora, Ann Richards, una de las estrellas más rutilantes del Partido Demócrata? La respuesta la dio la propia Ann Richards tras su inesperada derrota. "Me equivoqué con él. Mi mayor error fue subestimarle", dijo entonces Richards, que durante toda la campaña trató de ridiculizar a Bush con epítetos como shrub (un matojo más pequeño que un bush o arbusto). Un error que cometieron después por igual republicanos y demócratas antes y después de la elección presidencial. Los primeros creyeron que la inexperiencia de Bush en la política federal les permitiría manejar a su antojo al nuevo inquilino de la Casa Blanca. Los segundos, tras aceptar a regañadientes el resultado electoral impuesto por el Supremo, comenzaron a prepararse para 2004, convencidos de que el 43º sería un presidente anodino, un paréntesis para la reconquista demócrata de la Casa Blanca cuatro años después.
Todo iba a cambiar a partir de los ataques terroristas contra las Torres Gemelas y el Pentágono del 11 de septiembre de 2001, el primer ataque enemigo en territorio metropolitano de la Unión desde la guerra de 1812 contra los ingleses (Pearl Harbor ocurrió en Hawai) . La barbarie de Al Qaeda cambió completamente una presidencia, cuyo principal objetivo consistía hasta entonces en desarrollar un programa de reformas domésticas sin demasiadas incursiones en la política internacional, una política que, en palabras de Bush, Estados Unidos debería practicar con "humildad y moderación" y que rechazaba de plano la doctrina clintoniana de participación en aventuras exteriores. Era una vuelta a los orígenes de la República y al consejo de George Washington a sus sucesores de no mezclarse en conflictos que no amenazaran la seguridad nacional. El 11-S transformó completamente a Bush, que pasó a convertirse de presidente lánguido, anodino y aburrido en un war president o presidente de guerra. El hombre que pasó sin pena ni gloria por las grandes instituciones educativas del país -Andover, Yale y Harvard-; el hombre que se auto-calificó en su juventud de "oveja negra" de la familia; el hombre con un mandato presidencial en entredicho había encontrado al fin una misión en la vida: proteger la seguridad nacional de Estados Unidos y combatir el terrorismo islamista o de cualquier otro tipo allá donde se encontrara. El presidente civil se había metamorfoseado en el comandante en jefe.
Bush, un cristiano renacido y lector diario de la Biblia desde un encuentro con el evangelista Billy Graham en 1986, se vio como un nuevo Moisés dirigiendo a su pueblo en la batalla contra las fuerzas del mal. A partir de entonces, toda su retórica sobre el bien y el mal parece arrancada de las páginas del Antiguo Testamento. No hay espacio para zonas grises. Estados Unidos, el bien, prevalecerá sobre el mal, representado por el terrorismo islámico y los regímenes que lo amparen. Un enfoque que puede parecer a la vez simplista y peligroso en Europa, pero que tiene un gran tirón en un país donde más del 90% de la población se declara creyente de una u otra fe. Su actuación inmediatamente posterior al 11-S y el éxito de la campaña de Afganistán le llevan a alcanzar una aprobación del 91% de la ciudadanía, la misma de su padre tras la victoria en la primera guerra del Golfo.
Irónicamente, la derrota de Sadam Husein y el caos que se adueña de Irak, junto a la inexistencia de las armas de destrucción masiva, marca el comienzo del declive de su presidencia. Lo que los estadounidenses decidían era un cambio de comandante en jefe en medio de una guerra o, por el contrario, la renovación de su confianza en el actual. En todo caso, de lo que no hay duda es de que Bush, que se presentó en 2000 como el gran unificador, ha conseguido polarizar al país de una forma desconocida desde la guerra civil. Las heridas producidas por su actuación tardarán en cicatrizar.
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