Edwards, el éxito y la tragedia
El joven abogado tiene una habilidad clintoniana para la comunicación
Nadie ha conseguido llegar tan alto en Washington en tan poco tiempo. John Edwards, que apenas ha cruzado la barrera de los cincuenta años, saltó por encima de las normas clásicas de la política y se plantó en el Senado de EE UU sin tener experiencia alguna en su nueva profesión. La suya sería una vida marcada por el éxito completo de no haber vivido la mayor de las tragedias que puede sufrir un padre: la muerte de un hijo.
Edwards nació en Seneca, Carolina del Sur, aunque su vida y sus recuerdos están en la otra Carolina. En el Norte, en la ciudad de Robbins, aprovechó la educación que ofrecían los colegios públicos. Su padre tenía un trabajo mal pagado en una factoría textil; su madre completaba los ingresos con empleos eventuales en Correos.
El mayor de tres hermanos, John Edwards se convirtió en el primer miembro de su familia en ir a la Universidad, la North Carolina State University. De aquella época nace el discurso que ha recitado desde que anunció sus aspiraciones presidenciales: él conoce las "dos Américas", la que no llega a fin de mes y la que goza, como él ahora, de la mayor opulencia. Sus padres reconocen que "es sorprendente lo que ha conseguido en la vida. Desde luego, no podemos decir que sea gracias a nosotros".
En 1974, después de acabar la carrera de Derecho, Edwards se marcha a Tennessee para trabajar como becario en un bufete. Su mujer, también abogada, recuerda cómo en segundo año de carrera su marido mencionó su intención de "hacer algo en el futuro en política". Pero todo apuntaba en sentido contrario. Edwards era deslumbrante como abogado, poseedor de una gran capacidad de comunicación. En poco tiempo, Edwards consiguió una reputación como para regresar a Carolina del Norte y montar su propio bufete con compañeros que recuerdan su "habilidad "clintoniana" para entender un asunto complejo y desgranarlo en términos simples".
Edwards se especializó en juicios por negligencia contra grandes compañías. Eso le permitía, según él, defender al individuo desamparado ante la ceguera de la justicia, pero también le daba un suculento porcentaje de las indemnizaciones en los juicios que iba ganando, que eran casi todos.
Cuando ya era multimillonario, Edwards aceptó defender a una niña que había sufrido lesiones muy graves por un accidente en una piscina. Era el año 1996. Edwards estaba a punto de ganar un juicio que se saldó con la mayor indemnización dictada en ese Estado. Y ahí llegó su tragedia. Su hijo Wade, de 16 años, murió en un accidente de tráfico. Él nunca ha vinculado este drama a su salto a la política, aunque parece claro que Edwards quiso dar una vuelta a su vida para tratar de superarlo. Cuando John Kerry decidió que Edwards sería su candidato a vicepresidente, el abogado y senador fue a visitar la tumba de su hijo.
Sin cargos públicos en su biografía y sin experiencia en la política local, Edwards ganó un escaño en el Senado y aterrizó en Washington en 1999, cuando Clinton estaba siendo juzgado por el caso Lewinsky. No pudo llegar en mejor momento: el líder demócrata, Tom Daschle, descubrió enseguida las cualidades del joven senador y aprovechó su experiencia judicial para que fuera él quien presentase las conclusiones en aquel proceso de impeachment. Y lo hizo a la perfección.
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