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Columna
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Contexto

La España de Zapatero y la Europa de Maragall se colaron en el debate de política general del pasado 15 de septiembre para establecer un contorno que disipaba la fantasía autorreferencial de un presidente valenciano que enumera sus supuestos éxitos y un líder de la oposición que le recrimina, como es su obligación, fracasos e incumplimientos. Fue el socialista Joan Ignasi Pla, es de justicia recordarlo, quien descorrió en aquel inicio de curso las cortinas para que desde el hemiciclo se pudiera otear el paisaje real, hecho que contrarió sobremanera a un presidente Camps todavía pendiente del montaje de su tienda de mando en el PP. Sólo un mes y medio después, la España de Zapatero y la Europa de Maragall juegan visiblemente un papel de referencia en las opciones, acertadas y erróneas, del Consell. La Conferencia de Presidentes, que ha abierto oficialmente la vía de la reforma territorial y constitucional de España (recordó Javier Pérez Royo la semana pasada en Valencia que sólo duran las constituciones capaces de reformarse y que España prácticamente no lo ha logrado nunca en su historia), ha obligado a los populares a mover ficha y ha desbloqueado, con la bendición de Mariano Rajoy, la disciplinada posición de Camps en relación con la reforma del Estatut d'Autonomia para emprender una negociación que ahora corre prisa. Por otra parte, la creación formal en Barcelona de la Eurorregión Pirineos-Mediterráneo, que hace operativa la presión, hasta ahora teórica, sobre la estrategia de aislamiento del PP valenciano en esta materia, poniéndolo a la defensiva, y la audacia del Ejecutivo catalán al asumir la traducción valenciana de la Constitución europea para evitar que haya en Bruselas dos versiones distinas de un mismo idioma (en última instancia, habrá dos versiones idénticas), lo que descarta gráficamente que la propuesta de doble denominación catalán-valenciano, tan razonable para resolver el conflicto, sea una imposición de centralismo lingüístico alguno, perfilan un contexto en el que se pondrán a prueba el coraje y la altura de miras de nuestros políticos. Un contexto donde el sectarismo y la mezquindad (en el caso de la lengua singularmente) no conducirán a la equivocación, sino al ridículo.

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