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Reportaje:

Los agujeros del universo

La ciencia comienza a desentrañar uno de sus misterios más profundos, el de los agujeros negros. Los más modernos telescopios están logrando por fin tener evidencias de la existencia de estos fenómenos y descubriendo, por ejemplo, si se pueden usar para viajar en el tiempo.

Son muchos, millones en nuestra galaxia. Los hay de todos los tamaños y edades. Se mueven y a veces hasta chocan, con lo que provocan sacudidas en el espacio-tiempo lo mismo que un terremoto sacude la corteza terrestre. Devoran todo lo que se ponga a su alcance. Son los agujeros negros. Durante décadas, todo lo que se supo de ellos fue gracias al esfuerzo mental de físicos teóricos de alto nivel, pura abstracción acerca de uno de los fenómenos más extraños predichos por la física: objetos de gravedad tan intensa que atrapan hasta la luz. Tan extraños son que incluso sus descubridores teóricos dudaron sobre la posibilidad de detectarlos. Pero eso se acabó. Por fin ha llegado el momento de estudiar los agujeros negros en vivo. Los modernos telescopios los encuentran, y en mayor cantidad de lo esperado. Pronto estarán listos los costosísimos instrumentos que intentarán registrar, por primera vez, los temblores en el espacio-tiempo que provocan estos monstruos. Mientras tanto, los teóricos no se han quedado atrás; su próximo reto es averiguar qué pasa dentro de los agujeros o si se pueden usar para viajar en el tiempo.

La diferencia con las películas es que esto va en serio. Los físicos teóricos juegan a hacer como que trivializan su trabajo; por ejemplo, poniendo nombres cómicos a sus hallazgos o haciendo apuestas entre ellos. Pero no hay que dejarse engañar. Sus problemas son todo menos triviales. Una muestra es la última apuesta de Stephen Hawking, perdida, sobre qué ocurre con la información que cae en un agujero negro. Mientras el agujero sigue ahí no hay problema, es de suponer que la información devorada está en algún lado; pero es que el destino último de los agujeros negros es desvanecerse, según demostró el propio Hawking. Así que, cuando el agujero desaparece, ¿también se desintegra la información? Una duda, diría el profano, de lo más irrelevante, sobre todo teniendo en cuenta que un agujero negro tarda miles de millones de años en evaporarse. Pero resulta que las consecuencias de esta pregunta son cruciales.

De ella depende, por ejemplo, el que se puedan visitar otros universos, y la solidez de leyes físicas fundamentales que hasta ahora han funcionado muy bien. Lo explica en su web John Preskill, el contrincante de Hawking y del también físico teórico Kip Thorne en la apuesta: "De acuerdo con la mecánica cuántica, la información codificada en un sistema físico puede ser transformada (…), pero en principio siempre podrá ser recuperada. Si quemo los tomos A y B de una enciclopedia, las llamas y las cenizas serán muy parecidas en ambos casos, pero en realidad hay diferencias sutiles; con una tecnología lo bastante avanzada, yo debería poder descifrar el contenido de los tomos observando las llamas y las cenizas". Hawking y Thorne apostaron que la información en un agujero negro se pierde; Preskill, que no.

Pero en julio pasado, Hawking dijo haber hallado la prueba de que estaba equivocado: "Si saltas a un agujero negro, tu energía será devuelta a nuestro universo en una forma que contiene la información de lo que eras, aunque en un estado irreconocible". La buena noticia es que la mecánica cuántica se salva: su predicción sobre la conservación de la información es correcta. Pero la mala, o la menos evocadora, es que no hay viajes a otros universos. "Lo siento por los amantes de la ciencia-ficción", declaró Hawking, conocido fuera de la comunidad científica por sus libros de divulgación y por padecer una enfermedad degenerativa que paraliza su cuerpo. Hawking, como estipulaba la apuesta hecha en 1997, regaló a Preskill una enciclopedia [en este caso de béisbol] "de la que se puede extraer la información a voluntad".

No obstante, quienes sueñen con viajes intergalácticos no deberían desilusionarse del todo. El último resultado de Hawking aún no ha sido aceptado por la mayoría. Es más, el propio Preskill admite que "no entiende los argumentos de Hawking lo bastante". Todavía queda esperanza.

Las otras noticias recientes relacionadas con agujeros negros son de índole más práctica. Y es que los telescopios no dejan de dar titulares. El pasado febrero, los astrónomos pudieron observar cómo un agujero negro en otra galaxia devoraba una estrella parecida al Sol. Los telescopios XMM-Newton, de la Agencia Europea del Espacio (ESA), y Chandra, de la NASA, detectaron una potente explosión de rayos X producida por el gas arrancado a la estrella y calentado a millones de grados antes de ser tragado por el agujero negro. Y hace dos años, un equipo de científicos europeos y argentinos encontró en la constelación de Escorpio un agujero negro que viaja por la Vía Láctea a una velocidad de vértigo: 400.000 kilómetros por hora. Se llama GRO J1655-40 y ha sido detectado por el movimiento de una estrella que se mueve con él, porque la gravedad del monstruo la está desgarrando lentamente. La estrella da una vuelta completa en torno al agujero cada dos días y medio.

Son apenas dos ejemplos para ilustrar la actual bonanza de observaciones de agujeros negros. En nuestra galaxia se conocía una veintena, pero el pasado marzo el telescopio Integral, de la ESA, detectó en las regiones centrales varias docenas de objetos con muchas posibilidades de ser agujeros negros. Además, cada vez se tienen más datos del gran agujero negro que ocupa el mismísimo centro de la Vía Láctea: un sumidero cósmico en el que una masa equivalente a tres millones de soles se comprime en menos espacio del que ocupa el sistema solar; la estrella que tiene más cerca tarda unos 15 años en dar una vuelta completa a su alrededor.

¿A qué se debe esta avalancha de agujeros? Uno de los motivos es que por primera vez hay telescopios capaces de detectarlos. No se trata de sacar una foto a los agujeros negros. Eso es imposible por definición, porque los agujeros no sólo no emiten luz, sino que se la tragan: son invisibles. Se forman cuando muere una estrella con mucha masa, al menos… más que el Sol. Cuando esa estrella gigantesca, al final de su vida, no puede emitir más energía, su propia fuerza de gravedad la hace implosionar hacia su propio centro, un proceso que no se frena hasta que toda la materia queda confinada en un punto de densidad infinita y dimensiones minúsculas: un guiño a la imaginación que los físicos llaman singularidad. Eso es un agujero negro. Para visualizarlo, y para entender más o menos el porqué de su enorme fuerza de gravedad, se puede concebir el espacio-tiempo como una malla elástica; la gravedad, según la relatividad general de Einstein, es la deformación que causa en esa malla cualquier objeto: cuanto más masivo, más deformación. La singularidad, el objeto más masivo imaginable, genera un agujero infinitamente profundo en la malla espacio-temporal.

Pero estábamos con la detección. Si no se ven, ¿cómo se detectan? A veces los delata el movimiento de la estrella que tienen más cerca. Los astrónomos pueden estimar la masa del objeto oculto que provoca ese movimiento, medir su tamaño y deducir con esos datos que se trata de un agujero negro. Y aún hay otras maneras, como la de detectar la radiación que emite la materia que se acumula en torno al agujero negro o que incluso está siendo ya devorada.

"Cuando la materia cae en un agujero negro emite radiación de muy alta energía", explica Christoph Winkler, jefe del telescopio Integral, de la ESA. "Esa radiación no se detecta con telescopios convencionales, hace falta telescopios de rayos X o gamma". Y esos telescopios sólo pueden ser espaciales, porque los rayos X y gamma no atraviesan la atmósfera terrestre. Eso explica en parte por qué ahora se encuentran tantos agujeros negros: sólo ahora hay en órbita telescopios especializados, como XMM-Newton y Chandra, de rayos X, e Integral, de gamma.

Y parece que el trabajo de estos instrumentos no ha hecho más que empezar. "Sólo en nuestra galaxia hay millones, millones. En los alrededor de 15.000 millones de años que tiene el universo se han formado muchísimas estrellas masivas que ya han muerto como agujeros negros", dice Garik Israelian, del Instituto de Astrofísica de Canarias. "Lo que ocurre es que son agujeros negros pequeños, de unos 10 kilómetros de diámetro, muy difíciles de observar". ¿Cabría la posibilidad de que pasara alguno cerca? "Sí, devoraría el sistema solar". Lo sabríamos con mucha antelación, aunque, ¿serviría de algo?

Los físicos teóricos pueden estar satisfechos. Fueron ellos los que, con preguntas tan aparentemente intrascendentes como la de la apuesta de Hawking del principio, predijeron sin tener un solo dato observacional la existencia de los agujeros negros. El trabajo les llevó décadas e incluyó acalorados debates -y, por supuesto, más apuestas-. El propio Einstein negó que existieran los agujeros negros, a pesar de que estaban en sus propias ecuaciones. Kip Thorne explica en su libro Agujeros negros y bucles temporales que aceptar un fenómeno tan extraño exigía romper muchos moldes mentales. "De todas las concepciones de la mente humana, desde el unicornio hasta las gárgolas, pasando por la bomba de hidrógeno, quizá la más fantástica sea la del agujero negro. Descubrir que las singularidades son una consecuencia inevitable de las leyes relativistas de Einstein supuso un shock horrible para la mayoría de los físicos", escribe Thorne. Finalmente, John Wheeler, que también renegó de ellos en un principio, acuñó en 1967 el término que los hizo famosos. Pero hubo que esperar a finales de los años setenta para que un telescopio de rayos X encontrara el primer candidato firme a agujero negro (Cygnus X-1, en la constelación del Cisne).

Lo que nadie predijo, sin embargo, es que todas las galaxias tienen un agujero negro en su centro, como la nuestra. Son agujeros supermasivos, de miles de millones de masas solares, y no se forman tras la muerte de una estrella masiva, sino por otro proceso que los astrónomos aún no tienen muy claro. El físico Xavier Barcons, del Instituto de Física de Cantabria, lidera un proyecto científico internacional que publicará en breve un catálogo con información detallada de miles de objetos observados con el telescopio XMM-Newton. "Más del 75% de las fuentes de fuera de nuestra galaxia muestran indicios inequívocos de estar alimentadas por agujeros negros", dice Barcons. Hasta hace poco se creía que sólo un tipo concreto de galaxias muy luminosas y lejanas, los cuásares, tienen agujeros negros supermasivos en su centro; pero lo que dicen los nuevos telescopios es que hay muchas más galaxias no catalogadas como cuásares que también los tienen, sólo que su brillo estaba oculto bajo cantidades de gas y polvo. "La pregunta ahora es por qué los cuásares están despejados y se ve su brillo, y las demás galaxias, no. Es importante para entender la evolución del universo. ¿Tal vez han pasado todas las galaxias por una fase de cuásar?", se pregunta Barcons.

Pese a todos estos hallazgos, la edad de oro de la observación de agujeros negros aún está por llegar. Hay un tipo de instrumento, sólo uno, que los puede detectar directamente: los detectores de ondas gravitatorias. Dos de ellos, los primeros, empezarán a funcionar entre esta década y principios de la próxima.

Las ondas gravitatorias son las olas que deberían de generarse -deberían, porque hasta ahora solamente son una predicción teórica- en el espacio-tiempo cuando un objeto muy masivo se acelera o choca con otro. Pero no es nada fácil detectarlas. Su paso hace que el espacio se estire y se encoja, pero poquísimo. El detector Ligo, que ha empezado a funcionar ya en pruebas en Estados Unidos, espera ser capaz de registrar variaciones en distancia entre dos puntos del orden de la cienmillonésima parte del diámetro de un átomo de hidrógeno, y, ojo, que los puntos están situados a kilómetros entre sí. El otro proyecto para medir ondas gravitatorias es Lisa, una misión espacial integrada por tres satélites de la ESA y la NASA que volará en 2011. También se basa en percibir cambios mínimos de distancia entre los satélites, separados entre sí nada menos que cinco millones de kilómetros.

"Lo que detectaría Lisa son agujeros negros de miles de millones de masa solares. Lisa vería, por ejemplo, galaxias que rotan muy rápidamente una en torno a la otra. La teoría predice muy claramente el tipo de radiación que emite un sistema así, lo reconoceríamos enseguida", explica Jose Alberto Lobo, físico de la Universidad de Barcelona, que participa en esta misión. "Son proyectos impresionantes", admite. "Al principio no creía que fueran a funcionar, pero cada vez confío más".

Si todo marcha bien, en una década podríamos tener un mapa especial del universo, un mapa gravitatorio, con los agujeros negros bien señalizados. ¿Y si se tratara del embrión de una futura red de metro cósmica?

Es poco probable. Más bien lo que sugieren los cálculos es que, si un astronauta traspasara el horizonte de un agujero -cuando ya no es posible escapar a la atracción gravitatoria-, "a medida que se acercara a la singularidad se estiraría hasta una longitud infinita y se estrecharía también infinitamente. La extrema curvatura del espacio-tiempo permite que el astronauta sea infinitamente largo, sin que llegue a sacar la cabeza por el horizonte", escribe Thorne. Raro, ¿no? Pues más raro aún es que la tripulación de la nave del pobre astronauta seguiría recibiendo sus señales eternamente -infinitamente deformadas, eso sí-, como si el monstruo aún no se lo hubiera tragado.

Sin embargo, todo lo anterior vale para instantes antes de llegar a la famosa singularidad. Y una vez allí es imposible seguir la historia porque, cuando tropieza con una singularidad, la física actual está desarmada: no se conocen las leyes que describen lo que allí ocurre. Se necesita una mezcla de relatividad general y mecánica cuántica. Y hace décadas que se busca. Descubrir ese conjunto de leyes ayudaría incluso a resolver el misterio del origen del universo. Ahora los teóricos viajan con las ecuaciones hacia atrás en el tiempo hasta fracciones de segundo antes del famoso Big Bang, donde los frena, de nuevo, una singularidad.

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