Frida con amor
Tenía una extraña belleza, sensual, exótica. La pintora mexicana Frida Kahlo sabía cómo posar, y lo hizo siempre para sus amigos. Con uno de ellos, el autor de estos retratos, mantuvo un apasionado romance en Nueva York. Un libro recoge estas fotografías de un enamorado en el 50º aniversario de su muerte.
Cuando Frida tenía cuatro años, su padre le hizo una fotografía donde, con un poco de malicia, pueden vislumbrarse ciertos elementos del futuro: la niña aparece sentada en una silla con cojín de terciopelo, los pies le cuelgan; lleva unas botas amarradas hasta el tobillo, un vestido blanco y un gesto donde conviven la soltura, el desafío y el embeleso: a todas luces se ve que la niña está encantada de que le hagan esa foto. En la mano izquierda, como síntesis de la vida trágica que le espera, tiene un ramo de flores muertas.
Wilhem Kahlo, el padre de Frida, era un emigrante húngaro que había llegado a México a los 19 años; era hijo de Jakob Heinrich, un próspero comerciante que tenía un negocio de artículos fotográficos en Baden-Baden. Cuando Wilhem se casó, se convirtió en el yerno de Antonio Calderón, un célebre fotógrafo mexicano de principios del siglo pasado, especialista en retratos. Con la ayuda de su suegro y de las secuelas de su vida entre lentes y cámaras que le había dejado la tienda en Baden-Baden, Wilhem se convirtió también en fotógrafo y activó el triángulo que sería el ascendiente principal de la personalidad de su hija. Frida, hija y nieta de fotógrafos, era dueña, como puede verse desde aquella fotografía de las flores muertas, de una fotogenia sobrenatural, y con los años, arrastrada por su ascendiente, cuando su talento de pintora comenzó a aflorar, dedicó su obra al autorretrato, esa disciplina que, desde cierto ángulo, es también fotografiarse.
La vida de Frida Kahlo es ampliamente conocida; en las últimas décadas, su persona y su obra han resistido toda clase de excesos y distorsiones: lo mismo han servido para reivindicar algún sector del feminismo que para adornar el menú de un restaurante de comida mexicana. También ha sido pasto de biógrafos chabacanos, páginas de Internet espurias y objeto de una rebatiña a tres cabezas entre Jennifer López, Madonna y Salma Hayek para ver quién de ellas, ayudada por el milagro del cine, conseguía metamorfosearse en esa mujer icónica.
Frida Kahlo nació en México en 1907, aunque ella decía que fue en 1910; no para quitarse unos años, como hubiera hecho alguien menos icónico, sino para que su horóscopo cuadrara con el de la revolución mexicana. Aquel ramo de flores muertas se tradujo primero en una poliomielitis, y años más tarde, antes de que cumpliera 20, en un choque de autobús contra tranvía que la dejó maltrecha y la hizo pasar el resto de sus días convaleciente y traspasada por el dolor.
Frida era la quinta hija de los Kahlo y la favorita de Wilhem, cosa que puede apreciarse en las fotografías que le fue haciendo a lo largo de su juventud y que se refleja en el gesto y en la actitud de su hija, que sabía que estaba posando para un hombre que la amaba. Wilhem se reconocía en la inteligencia de Frida, y además, como sufría ataques epilépticos, compartía con ella los condicionamientos de la enfermedad. El 16 de octubre de 1932, Wilhem, que ya para entonces era Guillermo, le hizo una de las fotografías más perturbadoras que le hicieron nunca: es un retrato de Frida cruzada de brazos y vestida de oscuro; quizá porque ha llorado mucho, da la impresión de que su mirada nos llega desde lejos, con retraso, como si nos viera desde otra dimensión. La foto se titula Retrato de Frida después de la muerte de su madre, y su rara belleza ahí, en medio de ese trance, resulta insólita; viendo esa fotografía no puede evitarse pensar que el plató idóneo para Frida era estar en el ojo de la desgracia.
Cuando Guillermo le hizo aquella foto, Frida ya se había casado con Diego Rivera y había realizado un periplo por Estados Unidos acompañando a su marido, que iba pintando murales mientras ella empezaba a consolidar esa obra contundente, a fuerza de autorretratos, que hoy puede leerse como una autobiografía que, con la venia del poeta Éluard, debería llamarse Capital del dolor. Según Edward Weston, otro de los fotógrafos que cayó bajo el embrujo de su tremenda fotogenia, cuando Frida caminaba por la calle en San Francisco, la gente se detenía para mirar bien a esa mujer de atuendo y peinado exótico tocada con joyas de corte prehispánico; un appeal del que Frida era consciente y encima cultivaba. Sus amigos recuerdan cómo se preparaba cada vez que alguien iba a tomarle una fotografía: se ponía de pie frente a su armario -abarrotado de prendas, adornos y afeites de todas las etnias mexicanas- y durante horas diseñaba escrupulosamente su vestimenta; más que para hacerse una fotografía, parecía que se preparaba para representar un papel. "Sabía que el campo de batalla del sufrimiento se reflejaba en mis ojos. Desde entonces empecé a mirar directamente al lente, sin parpadear, sin sonreír, decidida a demostrar que sería una buena luchadora hasta el final". Así explica Frida el secreto de su fotogenia, como el antídoto contra su cuerpo enfermo: la voluntad de ser bella para contrarrestar las marcas del dolor y los estragos de la carne.
El epílogo de esta vida trágica no podía ser más consecuente: murió en su cama (un mueble diminuto y angustioso que todavía se conserva en la que fue su casa), sin la pierna que en una crisis habían tenido que amputarle y rodeada de algunos amigos que, por instrucciones precisas de ella, vistieron y maquillaron su cadáver para que Lola Álvarez Bravo le hiciera su última fotografía.
El poeta André Breton, uno de sus enamorados, uno más de los hombres que quisieron y no pudieron ser su amante, decía de su obra una cosa que también podría ser ella misma: "Es un listón alrededor de una bomba". Breton se empeñó en definirla como surrealista y la llevó a Francia, mientras Frida, más bomba que listón, le decía: "No soy surrealista, no pinto sueños, sino mi propia realidad".
Basta repasar la lista de fotógrafos que le hicieron retratos para convencerse de que la fotogenia de Frida era un asunto serio: Dora Maar, Edward Weston, Manuel Álvarez Bravo, Gisele Freund, Imogen Cunningham, Tina Modotti, Lucienne Bloch, Carl van Vechten, Martin Munkacsi y Nickolas Muray, que es el autor de estas seis fotografías.
Frida y Nickolas se conocieron en México en 1930 y desde entonces sostuvieron un romance que duró casi una década. Aquella historia alcanzó sus mejores momentos durante las estancias de Frida en Nueva York, donde Diego Rivera, marido celoso que además cargaba siempre un revólver, la dejaba más a su aire. Muray era un fotógrafo que hacía retratos de celebridades para Harper's Bazaar y Vanity Fair, y poseía un palmarés profuso y diverso: fue el primero que montó un laboratorio de fotografía en color en EE UU, era piloto de su propio avión y de uno del ejército durante la II Guerra Mundial, fue campeón nacional de esgrima y participó dos veces en los Juegos Olímpicos; además era coleccionista de arte, motor de las juergas de altura en el Greenwich Village, guapo, y sobre todo, y sin ánimo de rozar lo freudiano, era fotógrafo y húngaro, como Guillermo Kahlo. El otro motor de aquellas juergas, históricamente registradas como the wednesday nights, era Miguel Covarrubias, un artista poliédrico mexicano con un currículo tan diverso y profuso como el de su amigo Muray: era el dibujante de las portadas de Vanity Fair y de Vogue; además pintaba, escribía, era antropólogo y arqueólogo, y, por citar uno de sus logros más excéntricos, fue el autor del libro The island of Bali (1937), un volumen que escribió durante uno de sus viajes y que es considerado por los balineses como la biblia de aquella isla. Pero Miguel Covarrubias era también la figura social importante de un grupo de artistas mexicanos que promovían entonces su mexicanidad en Estados Unidos, y que frecuentaban Diego Rivera y Frida Kahlo durante sus estancias en Nueva York.
Las fiestas de Muray y de Covarrubias durante los años treinta tenían como eje la calle donde estaba el estudio de Muray y donde se concentraba buena parte del mundillo del jazz, esa música que era el detonante de las juergas y de las obras. Durante aquella década, en aquel mundo loco, fue donde Frida se dejó hacer estas fotos. El tono, el look de la serie es el de una revista de modas, y tiene poco que ver con el resto de las fotos que le hizo a Frida a lo largo de su relación. Sobre la imagen más famosa de esta serie, la del rebozo color magenta, Frida escribió a Muray en una de sus cartas: "Querido Nick. Recibí la estupenda fotografía que enviaste; me gusta aún más que en Nueva York. Diego dice que es tan buena como un Piero della Francesca; para mí significa más que eso: es un tesoro ( ). Y ahora la tengo aquí junto a mí. Siempre te encontrarás dentro del rebozo color magenta (del lado izquierdo)". Este look, en el que Muray era un especialista, está fuertemente contrastado con la actitud de la modelo, que aparece embelesada, desafiante y suelta como cuando tenía cuatro años y su padre le hizo aquella foto de las flores muertas. Frida mira a la lente con complicidad y algo de descaro, sabe que quien está detrás la ama, y gracias a esta condición puede verse, en todo su esplendor, su tremenda fotogenia, su extravagancia, su appeal arrollador, su rara belleza construida a pulso: la gracia arrebatada a la desgracia, el triunfo total sobre el dolor.
'I will never forget you ', editado por Schirmer / Mosel, será publicado en español en 2005. Más información en: www.schirmer-mosel.com.
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