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Columna
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Veinticinco años

Ni la corrida de toros en Shangai ni la victoria de la selección catalana de hockey sobre patines en Macao, ni el criadero de terroristas islamistas en que, por lo visto, se han convertido las cárceles españolas, nos puede hacer olvidar que hace veinticinco años se aprobó, coincidiendo con la fecha del Abrazo de Vergara, el Estatuto de Autonomía del País Vasco.

En una sociedad democrática articulada sería motivo de grandes celebraciones, pero aquí la conmemoración se ve reducida a Alava, donde curiosamente gobierna el PP con una cierta ayuda del PSE, y al delegado del Gobierno central. Uno se hace cruces de que sean precisamente los que han disfrutado de una manera tan arrogante de todo lo que el Estatuto ha permitido -la abundancia de recursos derivados del Concierto, la recuperación del euskera, la Ertzaintza y la promoción de una clase de ciudadanos de primera frente al resto- los que hayan declarado muerto al Estatuto. Será quizás porque, una vez conseguido éste y disfrutado durante veinticinco años del poder que les otorga, ya no les sirva. Quizá sea porque apenas tuvieron nunca un poso democrático suficiente para descubrir que lo que se había arbitrado era un espacio político vasco donde cabemos una gran mayoría, con la excepción de los que quieren un sistema basado en el pistoletazo, la bomba y la exclusión del no afecto; que lo que se había arbitrado no sólo eran competencias y recursos para ellos, sino, sobre todo, para poder convivir todos los vascos. En definitiva, que lo que se había articulado era un excelente marco de convivencia, cuestión que, por lo visto, para el nacionalismo nunca ha tenido importancia.

Veinticinco años después, el Estatuto es enterrado por el nacionalismo, porque la tesis de la exclusión y de la creación de un régimen sólo para sus afectos ha triunfado. Por eso sobra el Estatuto y sobra la democracia. Hay que buscar un sistema que garantice la hegemonía del nacionalismo per in saeculam saeculorum: un estatus de libre asociación con España.

Es muy posible que a la salida del franquismo fuésemos una sociedad más articulada y más democrática que la de ahora. Como prueba diré que a mí me publicaron un mismo artículo dos diarios tan distintos como Deia y EL PAÍS. Se titulaba Del País, del Estatuto y del Cura Echeverría. En aquellos tiempos hubieran sido inconcebibles los discursos de Egibar, incluso los de Ibarretxe, por excluyentes y antidemocráticos. Entonces se supo valorar lo importante del consenso y del acuerdo, pero con el tiempo, cuando ya no teníamos complejos de que se nos tachara de autoritarios, una democracia sin valores y un nacionalismo cada vez más de moda nos han ido llevando poco a poco al descubrimiento de que no resolvimos nada hace veinticinco años, que estamos peor. El nacionalismo, el violento y el que no lo es, están contra cualquier fórmula de coexistencia. Los que más responsabilidades tenían entonces creyeron que las concesiones hechas al nacionalismo, sin que éste se comprometiera en nada, le acabarían comprometiendo. Y se erró.

No cabe duda de que el nacionalismo ha contado con grandes aliados para llegar hasta aquí: la ignorancia generalizada sobre las bases funcionales e ideológicas de una democracia por parte de todos, incluidos los partidos, y el pudor a la hora de constituir España como una nación (aunque fuera una nación de naciones), por creerlo monopolio de la derecha y despreciando el ordenamiento constitucional. Aquí todo era negociable, nada era referente, salvo los fetiches nacionalistas que se iban erigiendo ante la carencia de una patria democrática. El nacionalismo vasco ha gozado finalmente de tal adhesión y predicamento que puede decir que el Estatuto está muerto sin importarle que esa declaración entrañe decir que la convivencia está muerta. No sé en qué magia está soñando la izquierda para conseguir que la espiral nacionalista se detenga. Y no me preocupa porque al final vaya a haber muchas independencias, que es una cosa mala, sino porque pueden suscitarse enfrentamientos civiles, que es lo peor.

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