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Anomalías históricas

La celebración de la primera Conferencia de Presidentes que tiene lugar en el Estado español proporciona una imagen que adquiere dimensión de histórica. Por vez primera hoy se crea una figura tan fundamental como imprescindible para mejorar la eficacia de un Estado compuesto, y complejo, como el español y, lo que es más relevante, para inaugurar una nueva etapa de normalidad constitucional. La única objeción que puede hacerse es que llega tarde. Por lo menos veinte años tarde, y probablemente demasiado tarde para garantizar su consolidación como pieza esencial en cualquier Estado compuesto tal y como sucede en Alemania o Austria.

El Estado español ha experimentado unos procesos de reestructuración de poder político más intensos de Europa. La nueva geografía del poder político, resultado de una de las muchas posibilidades que la Constitución permitía, otorga a las Comunidades Autónomas amplios niveles de legitimidad y de representación. Las equipara, de hecho, al resto de regiones constitucionales o regiones con poderes legislativos que existen en otros muchos Estados europeos.

Sin embargo, España arrastra ciertas anomalías históricas que se han demostrado muy difíciles de superar. El jacobinismo político, de izquierdas y de derechas, ha obstaculizado procesos decisivos y ha impedido que pudiera hacerse normal aquello que la propia Constitución y los Estatutos de Autonomía hacen posible. También ha bloqueado el proceso de adaptación del Estado al nuevo contexto derivado de nuestra integración en la Unión Europea. Una de las anomalías más significativas es sin duda la que se refiere al hecho de que un Estado que puede ser definido como funcionalmente federal carece de espacios institucionales necesarios para la resolución de conflictos y de ámbitos de decisión política para garantizar la necesaria cooperación entre todas las partes que son Estado.

Las inercias son tan importantes que trascienden con mucho el propio ámbito de la política. Las percepciones ciudadanas y los propios mensajes emitidos desde los medios de comunicación aluden todavía a la Conferencia de Presidentes como si se tratara o bien de un hecho extravagante o singular, atípico en el paisaje político europeo o, lo que es más grave, como una reunión entre el Estado y las Comunidades Autónomas. La realidad es bien diferente. Lo verdaderamente atípico es que la Conferencia no se hubiera producido todavía. De otra parte, se trata de una reunión al más alto nivel entre diferentes partes del Estado que intentan buscar soluciones democráticas a problemas comunes.

La gran paradoja del caso español es que se trata de un Estado funcionalmente federal que carece de una imprescindible cultura política federal. Pero de nada sirve lamentarse. Es más conveniente intentar crear nuevos espacios de encuentro institucional, recurriendo incluso a la presencia del jefe del Estado, y procurar consolidar los avances conseguidos por muy insignificantes o insuficientes que pudieran parecer. Es muy probable que de haberse inaugurado la Conferencia de Presidentes cuando correspondía, muchos conflictos entre administraciones se habrían evitado. También habrían salido ganando la transparencia (política, fiscal y presupuestaria), la cooperación multilateral, el respeto institucional mutuo, la lealtad constitucional y la eficacia del Estado. Debiera ser políticamente normal que la Conferencia de Presidentes además de atender la financiación de la sanidad en España (un buen ejemplo de aquellas cuestiones de las que una Conferencia de Presidentes debe ocuparse), en un Estado compuesto instalado definitivamente en la normalidad constitucional se ocupara igualmente de la discusión de un Plan Estatal de Infraestructuras, de un Plan Estatal de Ordenación del Territorio o de la Política Estatal de Aguas. De cuestiones de esa envergadura, o incluso menores, se ocupa la Conferencia de Presidentes en Alemania.

Este inicio prometedor debiera tener continuidad. La Conferencia de Presidentes debería quedar institucionalizada y sus reuniones incorporar una agenda política clara y eficaz. Del mismo modo aún está por regular el funcionamiento de unas Conferencias Sectoriales que respondan a algo más que a la mera voluntad de cada ministro de turno. El Senado espera una reforma tan necesaria como inaplazable. Por último, debe institucionalizarse la representación política en Europa de las Comunidades Autónomas. A este respecto la propuesta avanzada por el gobierno central resulta claramente insuficiente.

Todo ello no hace sino poner de relieve que estamos en el inicio de una nueva etapa de normalización que requiere de altas dosis de impulso y pedagogía política en campos que trascienden con mucho el propio ámbito de la cooperación institucional. Por ejemplo, sorprende tanta resistencia para generalizar documentos de identificación personal en las diversas lenguas oficiales; sorprende igualmente la resistencia que todavía hay que vencer para poder enseñar cualquiera de las lenguas oficiales españolas en el conjunto del sistema educativo español; sorprende la tardanza del Instituto Cervantes en haber asumido su papel de embajador cultural de todas las lenguas oficiales del Estado, y sorprende aún más la reiterada negativa de las Cortes Generales, Congreso y Senado, a que los diputados y senadores españoles puedan expresarse en cualquiera de las lenguas oficiales del Estado.

Pero decíamos al inicio que tal vez sea demasiado tarde. España no es Alemania ni Austria, países en los que se ha afianzado el federalismo cooperativo. España es un Estado plurinacional en el que algunos pueblos pretenden reivindicar un encaje político que se sitúa más cerca de los planteamientos confederales o de federalismo fuertemente asimétrico que del federalismo cooperativo que propone el gobierno socialista. De otra parte son muy consistentes las expresiones nacionalismo español contrarias a favorecer cualquier propuesta orientada a hacer lecturas constitucionales más federalizantes y a propiciar propuestas de reforma constitucional. Dicho en otros términos, está por ver si las iniciativas que ahora propone el PSOE van a contar con el oxígeno político suficiente. Es muy probable que si estas iniciativas se hubieran impulsado en la década de los ochenta ya estarían ampliamente consolidadas y la derecha nacionalista no habría alterado en lo sustancial los necesarios elementos federalizantes que ahora se proponen. Con toda seguridad ahora estaríamos hablando del encaje de naciones y regiones, pero nadie discutiría sobre estos elementos comunes básicos más relacionados con la eficacia y normalidad del Estado de las Autonomías que con las pretensiones de algunos nacionalismos periféricos.

Joan Romero es profesor de Geografía Política en la Universidad de Valencia

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