Corazón partío
Allá por los años 20 cuando los turistas descubrían en masa las montañas (las montañas del resto de Europa porque las de aquí seguían estando al alcance sólo de las ovejas y de algún lunático), una viajera de esas que creía necesario sentir grandes arrobamientos ante el sublime espectáculo de la naturaleza se detuvo delante de un árbol formidable y le preguntó sobrecogida al guía que la acompañaba: "¿Que cree usted que sería lo primero que diría esta majestuosa encina si pudiera hablar?". El guía le respondió sobrio y cachazudo: "Soy un roble, señora".
El Árbol de Gernika, habría dicho lo mismo pero con lengua de trapo porque todavía es muy joven -un heredero-, ahora que si le pilla en Leioa y en el recreo seguro que lo dice en euskera, porque el consistorio del lugar está planeando disuadir a los niños de que utilicen el castellano en los recreos. La medida parece como mínimo abusiva porque el hablante, aunque sea pequeño, es el único que decide en qué lengua desea expresarse. Por no mencionar el favor que se le hace a una lengua cuando pretende inculcarse desde la imposición, por muy disfrazada de juego que se haga. Lo más curioso es que quien toma hoy este tipo de medidas es capaz de argumentar al mismo tiempo que eso no se debe hacer ni debió hacerse con el euskera. ¿Por qué en un caso se percibe como una injusticia y en el otro como una labor de alfabetización estupenda y deseable? No vale argumentar que se trata de una cuestión de grado, porque la imposición por sibilina o disfrazada que venga siempre será imposición, ni tampoco que se trata de una cuestión de tamaño, con perdón, porque la práctica podría generalizarse a nada que quienes la promueven lleguen a la conclusión de que resulta eficiente y se lo comuniquen a nuestro Anjel de la Guarda educativo
Y es que parece que una de las señas de identidad del nacionalismo es la disociación, ese estar al mismo tiempo donde se está -que es vivido como una pérdida- y en donde se desearía estar, que es percibido como completitud. Situación que se produce desde el mismo momento en que el nacionalista necesita de la partición del mundo en dos para poder serlo: a un lado estamos nosotros y al otro están ellos. El nosotros del nacionalista representa el espacio sagrado de la perfección, de la euforia y de la desaparición de las tensiones disociativas mientras que el ellos representa el espacio de la imperfección y de lo indeseable pero con la particularidad de que tiene en sus manos la llave del destino del nosotros y es por eso percibido como la fuente de todos los males propios. El aquí y ahora resulta insoportable precisamente porque está colonizado por aquellos que no son de los nuestros. De este modo, la situación esquizoide inicial se ve retroalimentada por la situación bipolar de sentirse al mismo tiempo víctima constante de quienes le oprimen y victimario del ellos, ya que les está arrebatando constantemente espacios mediante acciones que convierten en victimas a quienes consideran sus verdugos. En el límite, el otro no existe.
No se trata ya sólo de sentir lo propio y cercano como mejor, para eso no hay que ser nacionalista basta con ser humano, sino de considerar que lo del otro no puede existir. Y no me estoy refiriendo a que, por ejemplo, se tenga como lengua propia el euskera y se considere como ajena (e impositiva e inexistente) el castellano, que eso no parece que se dé, claro, ni siquiera en los recreos de los coles de Leioa, sino porque se tiende a olvidar que toda la política lingüística se hizo por consenso -y a veces por iniciativa- de quienes no son nacionalistas. Para el nacionalista sólo puede ser vasco quien es nacionalista, de ahí que la política de un Gobierno vasco que se precie tenga que ser hecha por los vascos y para los vascos, es decir, por los nacionalistas y para los nacionalistas. La única diferencia entre las dos -otra vez el dos- ramas del nacionalismo vasco actual es que el proceso de negarle la existencia al otro se da, en un caso, a nivel simbólico, y en el otro, asesinando.
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