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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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Música para patriotas

Josep Ramoneda

MAÑANA SE CUMPLE el veinticinco aniversario de los referendos que validaron los dos primeros estatutos autonómicos, los de Cataluña y el País Vasco. No está de más recordar el origen de este proceso. El franquismo, después de ganar la Guerra Civil, destruyó el Estado republicano y se cargó las instituciones de autogobierno catalanas y vascas. La recuperación de las instituciones autonómicas formaba parte de las reivindicaciones de la resistencia antifranquista, junto a la libertad y a la amnistía. De modo que en el proceso constituyente del nuevo régimen la llamada cuestión nacional era decisiva para el éxito del cambio.

Todos sabemos los complicados caminos de la construcción de la democracia sin ruptura, con la figura del Rey como vínculo entre la vieja y la nueva legalidad. Y, probablemente, nunca tendremos una vara de medir que nos permita saber con certeza si los partidos ajenos al régimen anterior evaluaron correctamente las relaciones de fuerzas. Aunque es cierto que hay, especialmente en las nacionalidades periféricas, quien sospecha que hubo ventajismo en el uso de la amenaza de los poderes fácticos.

El Estado de las autonomías fue el resultado de lo que en aquellos momentos se impuso como lo realmente posible. La credibilidad del nuevo sistema pasaba por el reconocimiento de las nacionalidades históricas de Cataluña y el País Vasco (el lenguaje eufemístico todavía les niega el nombre de naciones). Era algo tan imprescindible para la validación de la nueva democracia como lo fue el reconocimiento del Partido Comunista. Los legisladores buscaron el punto de equilibrio en una generalización jerarquizada del principio de autogobierno que dio con este artefacto que denominamos Estado autonómico. Donde debía haber tres autonomías -¿y el resto cómo se llama?, se preguntaban algunos- acabó habiendo 17. Al mismo tiempo, en el proceso autonómico surgió el único gesto de ruptura de la transición, la única señal que empalmaba la nueva legalidad con la legalidad republicana: el retorno del presidente Tarradellas para asumir legalmente la presidencia de la Generalitat que ya ejercía en el exilio.

Veinticinco años más tarde se puede afirmar que el instrumento ha funcionado razonablemente bien, conforme a la lógica de una transición puesta bajo el signo de la reconciliación, la amnistía, el posibilismo y la amnesia. Sin embargo, algunas de las reivindicaciones que provocaron el proceso siguen sobre la mesa, especialmente en Cataluña y en el País Vasco, con las reformas estatutarias y constitucionales de nuevo en el orden del día. En estos años, España ha gozado del más largo periodo de convivencia democrática de su historia. Con una frustración: la pervivencia de la violencia etarra. Era una idea extendida en el tardofranquismo que ETA desaparecería con la llegada de la democracia. Fue un espejismo. Los partidarios de la integración en el nuevo régimen perdieron la batalla. La violencia impuso su lógica. Y aunque hubo escisión y muchos militantes de ETA se reinsertaron, el terrorismo todavía continúa.

El aniversario de los estatutos -que los partidos catalanes valoran de un modo razonablemente positivo y el nacionalismo vasco ve con enorme recelo- llega el mismo año en que Zapatero ha roto el tabú de las reformas constitucionales y estatutarias. Es decir, como si un ciclo se cerrara, los viejos estatutos se conmemoran pensando en los nuevos que ya están en curso. ¿Es necesario reformar los estatutos? La derecha se opone con el argumento del riesgo de destapar la caja de Pandora. Los socialistas sitúan la reforma en un marco de normalidad: la lógica adaptación a los nuevos problemas de una sociedad cambiante. Los nacionalistas vascos quieren ir más allá (Estado libre asociado es la figura), y los nacionalistas de CiU se han apuntado a la reforma por emulación con sus contrincantes, después de haber estado más de veinte años sin ver razones para ello. Pero el proceso está en marcha. Y en la lógica del Estado autonómico cuando se da un paso, inmediatamente surge la necesidad de acercar a los demás a los que se escaparon del pelotón.

El Estado de las autonomías ha multiplicado los focos de poder y el poder siempre quiere más. El gran peligro del debate estatutario -que empieza ya a notarse, por ejemplo, en Cataluña- es que quede como un espectáculo reservado a los habitantes de la superestructura política, que los ciudadanos lo vean en detrimento de necesidades más urgentes. Porque en el fondo la clave de la cuestión autonómica es una financiación que no frene ni discrimine las expectativas de cada territorio. Fuera de esto, casi todo es simbólico. Es decir, música para patriotas.

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