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Columna
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Basura

La vida se parece a esa bolsa de basura, permanentemente abierta, que tenemos en la cocina de casa. O, por decirlo de otro modo, la vida podría resumirse en esa sucesión de bolsas de basura que compendia todo lo que hacemos. En cada vivienda existe el mismo rincón, un rincón con una bolsa de supermercado que aguarda para acoger todos nuestros desechos. Ahí van a parar todos los envoltorios, los celofanes, los papeles de regalo. Ahí acaban las hueveras y los envases de yogur, la publicidad por correo, las pieles de plátanos, manzanas y patatas, las cajas vacías, la parte verde de los puerros, de los rábanos. Todo lo que cogemos por las hojas.

Una vaga observación doméstica me ha dado conciencia del fenómeno. Lo de las bolsas de basura es un trasiego vertiginoso, endiabladamente acelerado. En vano las buenas costumbres llevan a que las cocinas más concienciadas, los hogares más ecológicos, dispongan bolsas distintas (para vidrio, para papel, para materia orgánica). Realmente la clasificación sólo sirve para desdoblar el proceso, para multiplicar el número de bolsas.

Destacamos por nuestra capacidad para generar basura. Cualquier familia de este tiempo (una familia escuálida, una familia nuclear) logra en veinticuatro horas llenar a reventar dos, o tres, o cuatro bolsas. No hace falta ningún esfuerzo. No es necesario ningún ejercicio de voluntad. Creamos basura con la misma naturalidad con que respiramos. El hábito debe ir con nuestra especie.

Bolsas y bolsas y más bolsas. Bolsas hediondas, que huelen mal, que no hay quien aguante en la cocina más allá de un par de horas. El pudor se encarga de centralizarlas en contenedores y camiones clandestinos, casi secretos, camiones que pareciera se avergüenzan de su trabajo, se lo llevan todo por la noche hacia lugares desconocidos, lugares que es mejor no imaginar.

Uno piensa en plantas de tratamiento, uno imagina la recuperación de vidrio, el reciclaje de papel. Todo es inútil. El volumen de mierda resulta difícil de medir, y muchas las bolsas llenas de basura indiscriminada, indistinta, que no habría modo de recuperar como no fuera con una varita mágica. Me pregunto qué será de tanta mierda generada intensiva, involuntariamente. Adónde va. Qué será de ella. Qué secreto fondo la acoge. Bolsas y más bolsas. ¿Dónde paran?

La extensión del entramado urbano, que va ocupando partes progresivamente más grandes del planeta, se realiza mediante el asfalto, mediante la prolongación tentacular de cables y cañerías. Pero a pesar de tanta instalación, a pesar de tantas luces de neón y tantos nuevos barrios, lo más hinchado, lo más voluminoso, lo más embarazoso, es la basura extendida por el mundo, a duras penas reciclada, contenida, disuelta de nuevo en el magma de materia planetario.

Somos reyes Midas a la inversa, que convierten en bien fungible todo lo que tocan. La creación de basura nos resulta algo tan espontáneo como el respirar, tan natural, casi tan candoroso. Una formidable estructura industrial está preparada para acelerar el fenómeno, pero hay que reconocer que la perversión del sistema llega hasta el extremo: son ellos los que fabrican los yogures pero somos nosotros los que los vacíamos, nosotros los que abrimos, desprecintamos, desenvolvemos; nosotros los que consumamos el rito final de la basura, los máximos hacedores de la cosa, como si en esta sociedad el papel de consumidores tuviera algo de magia pobre; la de convertirlo todo en mierda, la de que todo se vuelva inservible, despreciable y desechable tras haber pasado por nuestras manos.

Algo hay de perversa previsión en el sistema, que quiere que sólo las personas carguemos con toda la culpa. Un miserable menú en la hamburguesería acaba con una dantesca explosión de desechos sobre la bandeja. ¿Qué quieren que pensemos de nosotros mismos?

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