Ni Bush ni Kerry
A la opinión pública norteamericana parece que no le entusiasma ni el presidente Bush ni el senador Kerry. Y, sin embargo, se espera un índice relativamente alto de votación, porque se percibe que las elecciones del 2 de noviembre son especialmente importantes. El porcentaje mayor de afluencia a las urnas de las últimas décadas se dio en una de las elecciones de Clinton, con un 58%, cuando habitualmente apenas se rebasa el 50%, lejos de los sólidos índices europeos.
Todo el mundo coincide en que el resultado será apretado, pese a que en los tres debates en TV cualquier observador no implicado diría que el aspirante demócrata vapuleó al presidente republicano. De ello parecería deducirse que esos reality shows domesticados cuentan poco en la formación del voto, aunque no éstos fueran debates corrientes en los que, si bien uno queda vencedor, los dos son igualmente respetables.
Lejos de ello, el televidente se ha encontrado con un presidente que no podía ni remotamente justificar la invasión y ocupación de Irak y que, conscientemente o no, decía colosales barbaridades ante un aspirante al que, en teoría, le debería haber bastado con subrayar que su rival era un ignorante o, peor aún, un mentiroso. Si los debates se leyeran, en vez de verse en directo y relativamente en vivo, parece casi imposible que no se reconociera que Kerry había ganado por goleada; pero sólo son modestos bodegones informativos, en los que las palabras tienen sonrisa, evocación, guiño, y ahí cada cuerpo dice lo que dice al elector, sin pasar por ninguna academia de lógica conceptual. Eso permite que, consultado el presunto votante por los encuestadores de lo instantáneo, responda con toda sinceridad que ha ganado uno de los dos, mientras calla que, a pese a ello, no va a dejar de votar al otro, porque su antropología le resulta más amena.
El presidente gusta religiosamente a una fracción importante, pero minoritaria de la opinión, y desagrada aún más intensamente a otra gran minoría; Kerry no complace demasiado a casi nadie, y, aunque provoca menos aspavientos negativos que Bush, encuentra una compacta oposición porque es elegante, sobrio, cosmopolita, algo plutócrata y, probadamente, inconstante o, más grave, oportunista. Todo eso se le podía perdonar a John Kennedy porque las cámaras lo adoraban, pero Kerry -que también es católico y, por tanto, uno de los nuestros- no ha nacido para emocionar.
Tanto o más que para el elector norteamericano, quien gane es importante para Europa. A la España de Zapatero le iría mejor que ganara Kerry, aunque tampoco va a encontrarse con saldos de fin de temporada, y Chirac y Schröder rezan para que venza el demócrata porque, aunque practicara la misma política belicista que Bush, lo haría dialogando tous azimuts, con la ONU en butaca de palco, y mucha reunión con el árabe amigo. Y eso bastaría para la reconciliación con la Vieja Europa. Un gran cambio para todos, salvo para el pueblo iraquí, que comprobaría cómo el nuevo presidente tiene tanta necesidad de ganar la guerra como el antiguo.
Y en esa disputada elección entre dos candidatos que no entusiasman mayoritariamente; de los que el titular en el cargo se halla más intelectualmente en falso que ninguno de sus antecesores desde que se abolió la segregación racial; que significan tantas cosas distintas para tanta gente en todo el mundo; de tan grave polarización entre un protestante radical que se vanagloria de serlo y un católico liberal que prefiere que no se lo recuerden, puede haber, con todo, una aritmética que diga mucho más que programas, guerra o lenguaje corporal sobre la posible victoria de uno de ellos.
Hay expertos que opinan que una votación que se aproximara o llegara al 60% del cuerpo electoral favorecería a John Kerry, mientras que el corto 50% habitual, estaría, en cambio, mejor nutrido de militantes de una América vuelta a nacer que tiene todo un relente nativista y de los know-nothing del siglo XIX, esa gran división blindada para la reelección de George W. Bush. A una mayoría de norteamericanos no le gusta su presidente, pero eso no es garantía alguna de que se vayan a molestar expresándolo así en las urnas.
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