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Columna
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Leyenda del museo secreto

Rafael Argullol

A raíz del robo, este verano, de uno de los cuadros dedicados por Edvard Munch al tema de El grito, he recordado una historia o leyenda que me contaron hace años en México para explicar la sustracción espectacular de varias obras maestras mayas y aztecas exhibidas en el Museo Antropológico Nacional. A pesar de las fuertes medidas de seguridad, los ladrones habían conseguido apoderarse de un botín que incluía piezas de un tamaño y peso considerables. Naturalmente, las sospechas circulaban en todas direcciones y se hacían las más variadas apuestas sobre el destino del tesoro, el cual, que yo sepa, nunca ha sido recuperado.

Sobresaliendo entre esas sospechas la leyenda o historia relatada apuntaba a un sospechoso tan excepcional como extravagante: un millonario de más allá de la frontera había sido, según este rumor, el instigador y beneficiario de un robo perpetrado, con su financiación, por una banda profesional. Lo más interesante de esta hipótesis es que la finalidad no era crematística, sino estética, ya que el millonario, lejos de traficar con obras de arte, las quería para su exclusivo solaz.

Una leyenda urbana atribuye el robo de 'El grito' a un millonario tejano que, lejos de traficar con obras de arte, las quería para su exclusivo solaz

Como ocurre con este tipo de narraciones alimentadas por voces sucesivas, las siluetas iban variando hasta llegar a concreciones inverosímilmente precisas. Según otras versiones de la historia, más afiladas, el millonario era un tejano experto en este tipo de operaciones, de manera que el robo en el Museo Antropológico se convertía en el último y quizá más preciado eslabón de una larga cadena de saqueos. Él mismo poseía un museo secreto en el desierto de Tejas donde había reunido los frutos de su obsesión. Incluso, rizando el rizo, hubo alguien que aseguraba que ese museo particular había sido excavado bajo una roca inexpugnable. En mi memoria, el capítulo final de la supuesta fantasía era delicioso e inquietante: con el paso del tiempo, el millonario tejano habría llegado a tal sofisticación que se dedicaba a sustituir las obras robadas por falsificaciones tan exactas que ningún experto conseguía adivinar el cambio. Este último refinamiento, imposible de realizar con las pesadas obras prehispánicas, habría llenado de obras falsas los museos de Europa y América.

El museo secreto, inventado o cierto, era una idea poderosa porque se erigía en una suerte de doble de las colecciones artísticas públicamente exhibidas. Llevado al extremo, nos trasladaba a un mundo en el que lo que creemos original es una mera copia y lo auténticamente primigenio permanece en un lugar oculto. De hecho, sin llegar a este radicalismo, supongo que quedaríamos sorprendidos por la enorme cantidad de falsificaciones o copias o atribuciones erróneas que cuelgan, enmascaradas, en las paredes de los museos. Simétricamente, también nos sorprendería la cantidad de originales que están o han estado, muchos ya destruidos, en limbos a los que nunca tendremos acceso. Un juego espectral de intercambios que en el arte no es tan distinto del que sucede en la vida.

Pero el museo secreto revela asimismo la necesidad de originalidad del lado del espectador y no sólo del de la obra. Lo que el fantasmagórico millonario tejano no soporta es tener que compartir su mirada con los demás. Como voyeur absoluto, se exige la intimidad y la reserva. Por eso, en el relato mexicano saquea y se encierra con el botín en una cárcel dorada. Él solo con sus maravillas.

Como es bien conocido, hay una larga tradición de mirones excluyentes, sobre todo cuando se trata de arte en apariencia erótico. El gabinete secreto de desnudos de la monarquía española incluía espléndidos tizianos y velázquez, y hace no muchos años a casi todos sorprendió que Lacan hubiera ocultado tanto tiempo en su despacho El origen del mundo, el gran pubis pintado por Courbet. Asimismo muchos coleccionistas han sido tan celosos que únicamente su muerte ha revelado sus tesoros.

Habría, sin embargo, otra explicación para el nacimiento de la leyenda de un museo secreto. Millonario o no, tejano o no, su único habitante ha intentado escapar a la asfixia de una mirada continuamente expuesta a la contaminación de la multitud. Lo que ha querido este extraño delincuente es recuperar aquel goce en silencio del arte que, al parecer, en la legalidad diurna de los museos ha llegado a hacerse completamente imposible. ¡Al fin y al cabo, qué amante de la pintura no desearía que se evaporaran las muchedumbres que asolan las salas de los Louvre, Prado o Uffici para quedarse, él solo y en silencio, con Botticelli o Durero!

Claro que los ladrones del cuadro de Munch, ajenos a estas preocupaciones, seguramente sólo están pendientes de la venta o el rescate, sin ni siquiera echar un vistazo a la pintura. También es muy probable que el millonario tejano, de existir, fuera un tipo sin escrúpulos y con pocas tentaciones estéticas. Incluso no debería descartarse que toda la historia fuera una pura fantasía de la memoria que nada tuviera que ver con el robo en la Ciudad de México ni en ninguna otra ciudad.

Aun así, la leyenda del museo secreto tendría su razón de ser.

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