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Laicidad por derecho propio y universal

No hay presente sin pasado y no hay pasado que no influya en el presente.

Viene esto a cuento de la polémica actual entre la Iglesia católica y el Gobierno socialista. El hecho de hacer efectivo el reconocimiento de la aconfesionalidad del Estado -presente en la Constitución española- ha desatado un clima agresivo, desde el que algún que otro obispo y algunos portavoces de organizaciones católicas han levantado el grito al cielo, como si se tratase poco menos que de asediar y liquidar a la Iglesia católica. Se señalan como signos de este acoso el que la financiación otorgada a la Iglesia católica se pretenda sea responsabilidad exclusiva de los católicos, el que la enseñanza de la religión cristiana no figure en las asignaturas escolares, el que el aborto lo legisle el Estado desde unos presupuestos científicos y éticos naturales, el que, sin negar la peculiaridad intransferible del matrimonio tradicional, se configure jurídicamente el hecho social de las parejas homosexuales, etcétera.

Quiero recalcar en primer lugar la nimiedad de estas voces alarmistas en el panorama global de la Iglesia española y el despropósito de que se los oiga como si fueran representativas del sentir y enseñar católicos. Estos católicos esporádicos debieran ser los primeros en guiarse por las enseñanzas del magisterio universal del Concilio Vaticano II. Probablemente las desconocen, pero son las que mayor peso deben tener a la hora de orientar las conciencias católicas.

Valgan para mi objetivo los textos siguientes:

"Una conciencia más viva exige hoy establecer un orden político-jurídico que proteja mejor la dignidad y derechos de la persona, entre los que se encuentra el de profesar privada y públicamente la religión. Se intensifica el afán por respetar los derechos de las minorías y crece el respeto hacia los que tienen opinión o religión distinta. La Iglesia no se confunde con la comunidad política ni está ligada a sistema político alguno. Ambas son independientes y autónomas. La Iglesia no pone su esperanza en privilegios dados por el poder civil, renunciando incluso al ejercicio de ciertos derechos legítimamente adquiridos tan pronto como conste que su uso puede empañar la pureza de su testimonio o las nuevas condiciones de vida exijan otra disposición".

"Toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión, debe ser vencida y eliminada por ser contraria al plan divino. La Iglesia proclama los derechos del hombre y reconoce y estima en mucho el dinamismo de la época actual, que está promoviendo por todas partes tales derechos. Toda persona tiene derecho a la libertad religiosa. Los padres tienen derecho a determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, lo cual implica que el poder civil se lo reconozca a la hora de elegir las escuelas u otros medios de educación".

"Las cosas creadas y la sociedad gozan de leyes propias y valores que les confiere derecho a una legítima autonomía. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre propios cristianos. En el intercambio con el mundo actual, la Iglesia necesita de modo muy peculiar la ayuda de quienes por vivir en este mundo, sean o no creyentes, conocen a fondo las diversas instituciones y disciplinas y comprenden con claridad la razón íntima de todas ellas. La valoración de las voces de nuestro tiempo servirá para que la Verdad revelada pueda ser mejor percibida, mejor entendida y expresada en forma más adecuada. La Iglesia reconoce agradecida la ayuda recibida de parte de los hombres de toda clase o condición. Más aún, confiesa que le han sido de mucho provecho y le pueden ser todavía la oposición y aun la persecución de sus contrarios".

(Textos éstos que se pueden leer en los documentos del Vaticano II: Gaudium et spes, 33-45, 73-77, y Dignitatis humanae, 2-5).

Las palabras incluyen por lo común muy diversos significados. La palabra laico se suele usar como contrapuesta a clérigo, y la de laicismo, contrapuesta a religiosidad. Una sociedad laica y laicista sería en este sentido la que se organiza y regula desde una perspectiva no clerical o religiosa, no para negar o ir contra esos valores, sino para fijar unas bases laicas con valores comunes que hagan posible una convivencia para todos.

La laicidad aludiría entonces a esta condición básica del ser humano, previa a toda valoración o institucionalización religiosa, y que lo acredita como ciudadano para la convivencia. Hay pluralismo de razas, de naciones, de culturas, de religiones que evidencian la diversidad. Pero la diversidad no excluye la universal identidad ontológica de todo ser humano, presente en todo pueblo, en toda cultura y en toda religión. A este punto de natural y consensuada afirmación hemos llegado después de muchos fracasos. Los partidarios de la diversidad erigían con frecuencia la diferencia propia como norma, programa y meta obligatoria para todos. Y así nos fue.

No viene tratar ahora si la religiosidad es un hecho natural, intrínseco al ser humano, que debiera ser contemplado por todos los Estados. Puede serlo, y yo estoy convencido de que lo es, pero históricamente el hecho religioso ha sido tan manipulado por el poder y con consecuencias tan deletéreas, que hoy es mucho si logramos que las religiones, sin dejar sus diferencias, ponen en común algo tan propio de ellas como el respeto al ser humano, el amor a la verdad, la preferencia por los más pobres, la defensa de la justicia y la promoción de la paz, cosas éstas que andan incluidas en las exigencias éticas de laicidad.

La perspectiva de hoy es, pues, la de apuntar a lo más común: por encima o por debajo de lo diferente está lo común y lo común está en todo ser humano, sustentando y atravesando la trama multiforme de toda raza, religión o cultura. La historia transcurre desde la aportación plural de cada religión y cultura, pero no podremos levantarla si no la edificamos sobre el edificio de pilares comunes. Y los pilares comunes son ésos que llamamos laicidad: respeto a la condición de persona, esencial a todo ser humano. Tal condición entra como base, ámbito y referencia de la acción política de todo Gobierno. Nadie debe renunciar a vivir su diferencia, religiosa en este caso, pero se le exige en primer lugar que proclame y confiese su fe en la dignidad y derechos de la persona humana como parte integrante de su misma fe. Esta condición de común dignidad es la que origina una "comunidad universal de fe", fundamento y garantía para el logro de una justa y pacífica convivencia.

Esta consanguinidad de especie y naturaleza delimita propiamente el contenido de la laicidad. La laicidad, al acreditar que somos personas y ciudadanos en cualquier parte y población del mundo, nos preserva frente a todo intento de invasión arbitraria o manipulación ideológica. Es ella la que nos da carta de ciudadanía universal.

El imperialismo religioso, cualquiera que él sea, desvirtúa la laicidad y se erige contra sus valores esenciales. El rescate de la laicidad se presenta en muchas sociedades como tarea ardua y desafío para el futuro. Impelen todavía aires de visiones religiosas demasiado estrechas y totalitarias.

Por lo que respecta a la Iglesia católica, entiendo la pretensión y nostalgia de muchos católicos de seguir entronizando a su religión como hegemónica y dominadora en la sociedad actual. ¡Herencia del pasado! Fue en el siglo IV cuando la Iglesia católica, convertida en religión oficial del imperio por obra de Constantino, dio un giro espectacular que se ha prolongado a través del segundo milenio de la Iglesia hasta el siglo XX, en el cual ocurre la gran aventura espiritual del Vaticano II. En ese concilio, con retorno al evangelio, la conciencia eclesial trató de sacudir todo ese polvo imperial, presentando en primer plano al Pueblo de Dios y a la jerarquía enteramente al servicio de ese Pueblo.

Pero los cambios no sobrevienen rápidamente, por más que hayan pasado 40 años. Surgen ahora, otra vez, voces que reclaman ese puesto central que la Iglesia ha ocupado en la historia, confiriéndole hegemonía y autoridad en asuntos importantes como el divorcio, aborto, modelos de familia, etcétera, un nuevo imperialismo que les llevaría a hablar "en nombre de Dios".

Afortunadamente, el Concilio Vaticano II está ahí marcando un nuevo humanismo, un nuevo estilo y unas nuevas pautas como consecuencia de un nuevo magisterio.

Que el Gobierno actual establezca la laicidad como plataforma para su tarea de legislar para todos los españoles, que trate de aplicar la Constitución deslindando lo que es responsabilidad específica del Gobierno y lo que es tarea específica de las iglesias, que estudie cómo satisfacer en el marco de cada religión el derecho de los padres a elegir esa educación religiosa, que trate de suprimir acuerdos o normas cuando establecen ventajas o privilegios que contradicen esa Constitución y el sentir actualizado (Vaticano II) de los católicos, no es asedio o intento de liquidar a la Iglesia católica, sino voluntad de respetar lo que es norma común para todos. Cada religión puede luego, en el terreno de otros muchos espacios, cultivar el hecho diferencial de su propio credo, con la garantía de ser una oferta libre y de no imponerla a nadie. Ninguna Iglesia, sea cual fuere el Dios a que representa, puede invocar ya el: "Fuera de nuestra Iglesia no hay salvación", sino más bien el otro de: "Fuera del mundo no hay salvación".

Benjamín Forcano es sacerdote y teólogo.

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