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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Esa vieja manía de ser bueno

Un nuevo policía vigila Florencia, en 1963, mundo remoto que huele a televisor caliente recién comprado, mobiliario y terciopelo viejos, en mitad de un verano asesino: es El comisario Bordelli (Il commissario Bordelli, 2002), del florentino Marco Vichi (1957). Suena luctuosamente el teléfono a medianoche, y Bordelli, especialista en homicidios, inicia su primera aventura en público, en un lugar común de las fábulas policiacas: una villa en la zona noble de la ciudad, protegida por verjas monumentales. En la cama principal espera un cadáver de suelta cabellera blanca y afilada nariz: la señora Pedretti Strassen.

Los investigadores de novela son maniáticos, raros: juegan al ajedrez solitario, cultivan orquídeas o se comunican con Dios. Bordelli, policía sin pistola, hombre sin nombre (sólo tiene apellido: como los funcionarios antiguos), posee una manía, un rasgo distintivo puramente moral: la bondad. Esto lo hace absolutamente recomendable. Si en un relato negro americano el detective coge a un ladrón robando en el apartamento de una amiga, seguramente le partirá los dedos para que no vuelva a meter la mano en casa ajena y le pegará un tiro en la rodilla para que no suba más a pisos extraños. Bordelli le da al ratero 10.000 liras de las de 1963 y lo contrata para que cada día riegue las plantas de la casa. Jamás encerrará a un pobre delincuente hambriento.

EL COMISARIO BORDELLI

Marco Vichi

Traducción de Cristina Zelich

Tropismos. Salamanca, 2004

220 páginas. 15 euros

Un homicidio es otra cosa,

y aquí los sospechosos son especialmente desagradables, presuntos herederos de la víctima, dos hermanos, sobrinos ávidos, dedicados a la compraventa inmobiliaria, dos imbéciles, mentecatos, según Bordelli, casados con dos rubias falsas que usan soberbios tacones y gafas de sol que les ponen cara de mosca.

El móvil del crimen es consistente, como la codicia, pero las coartadas también lo son. ¿O se puede provocar a distancia un ataque de asma mortal? Es el asunto que obsesiona a Bordelli y su ayudante, el joven agente Piras, sardo, hijo de un viejo camarada de Bordelli en la resistencia contra el alemán invasor.

La otra gran manía del buen comisario Bordelli es recordar la guerra, los días de 1944, las voces de los amigos caídos y la cara del último alemán al que mató, y más allá, la infancia, un instante de sexo infantil y submarino con una niñera. El comisario es denso, humoso y nicotínico, resacoso, buen bebedor entre amigos. Tiene 53 años y está solo, sin mujer, y una vez lo vemos estremecerse y avergonzarse ante una chiquilla, camarera de un salón de baile.

Lo mejor de la novela es ese temblor del comisario. No es como Maigret, porque no conoce la empatía con los criminales de verdad. No es como el Montalbano de Andrea Camilleri, aunque Bordelli también disfrute de la charla y las comilonas. No es como Carvalho, el detective de Vázquez Montalbán, pero de vez en cuando se deja cuidar por una prostituta buena.

Marco Vichi tiene fundamentalmente un gusto muy italiano, seudofellinesco, por los seres extravagantes, locos y pintorescamente libres, ancianos forenses y psicoanalistas, inventores que hablan con ratones de laboratorio, ladronzuelos que aprendieron cocina internacional en las mejores cárceles del mundo.

El comisario y sus amigos recuerdan a la soldadesca alemana, y también encuentran bondad en el enemigo, y hablan de la importancia del bien, de la ferocidad contagiosa del mal, de la improbable vida eterna, muy lejos siempre del mundo estrecho y angustiado de los asesinos de ancianas ricas, solitarias y poco generosas.

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