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El Gobierno y la oposición

Se mire como se mire, el balance de estos primeros meses de Gobierno es positivo. Algunos de sus miembros han cometido errores. Anuncios precipitados, expresiones desafortunadas, declaraciones poco meditadas. Como ocurrió con todos los gobiernos anteriores. Nada especial, nada que no hubiera ocurrido antes. Por contraste, el Gobierno ha desplegado un gran esfuerzo para desdramatizar la vida política y restablecer un clima de respeto y diálogo entre todos los actores políticos; ha mantenido una actitud magnánima con la oposición sin reproche sobre la transición ni sobre la herencia recibida; se ha empeñado desde el primer día en dar cumplimiento a sus promesas electorales; ha desbloqueado, al menos en parte, los cauces de comunicación entre los partidos, las instituciones y la sociedad; ha impulsado una serie de iniciativas en materia de derechos civiles y sociales que representan un avance extraordinario y un alivio muy considerable para numerosas familias, y se ha movido con discreción en Europa, el Magreb y América Latina, tratando de borrar las secuelas de los diversos malentendidos creados estos últimos años.

No hay exageración cuando se dice que la vida política española ha experimentado un giro saludable recuperando un nivel de distensión y normalidad que no se recordaba desde hacía tiempo. Por supuesto, en el horizonte se abren grandes interrogantes. Algunos se preguntan si los errores iniciales del Gobierno son sólo eso, pequeños errores, o síntoma de grave desconcierto. El tiempo lo dirá. Pero es evidente que esas dudas sobre el futuro no pueden empañar los aciertos del nuevo equipo en estos primeros meses, refrendados, por lo demás, por la opinión pública, que entiende que la situación política es buena, mucho mejor que hace un año, valora positivamente la gestión del Gobierno y expresa un grado de confianza en Zapatero que nunca alcanzó Aznar en sus ochos años de mandato.

¿Preocupaciones sobre el futuro? Por supuesto. Zapatero tendrá problemas para gobernar porque no tiene una mayoría suficiente y depende de todos los demás partidos. Aunque la tuviera, no podría abordar por sí solo las tres cuestiones de Estado que se plantearán en esta legislatura: la ratificación de la Constitución europea, la definición del modelo territorial del Estado y la superación de las deficiencias de nuestro sistema democrático, porque ninguna de ellas puede resolverse sin un amplio consenso y porque eso va a poner a prueba no sólo su capacidad de liderazgo, sino también la disposición de todos y cada uno de los partidos a lograrlo, y asentar las bases de la convivencia en el próximo cuarto de siglo.

La Constitución europea no complace por entero a nadie, pero representa un avance considerable y un compromiso contraído por los gobiernos, conservadores y progresistas, de los 25 países de la UE. La alternativa es simple: una Europa políticamente más fuerte e integrada o la frustración de todo un continente. No es una cuestión de política interior ni de política partidista. Algunos podrían caer en la tentación de utilizarlo para ganar posiciones o erosionar la del Gobierno. La negativa experiencia de los que procedieron con esa lógica en el referéndum de 1986 debería ser motivo de meditación para todos. Un amplio respaldo en el referéndum fortalecería la posición de España en Europa y la de todos los partidos en España sin que ninguno, en especial, pudiera capitalizar el éxito como propio. Se entenderán mal, en cambio, el no o la abstención bajo el pretexto de que la Constitución va más allá o se queda más acá de lo deseable.

Tampoco complacen a nadie algunas de las normas constitucionales ni algunas de las que desarrollan la Constitución. Entre las primeras figuran, sobre todo, aunque no sólo, la composición y las atribuciones del Senado. Entre las segundas, los reglamentos de las cámaras, la ley de partidos y la de financiación de los partidos y algunos aspectos del régimen electoral. ¿Por qué? Porque algunas de esas normas útiles en su momento, con el tiempo, han perdido su utilidad y se han hecho disfuncionales. Así, por ejemplo, el deseo de garantizar la estabilidad de los gobiernos plantea hoy serias dificultades para controlarlos. Y la voluntad de fortalecer los partidos ha llevado a su oligarquización. Llevamos diez años hablando de esto, es hora de actuar, el Gobierno se ha comprometido a hacerlo y resultaría incomprensible que no se pudiera llegar a un acuerdo sobre todos esos puntos que, en uno u otro momento, han figurado en los programas electorales de todos los partidos.

Queda la cuestión territorial, el último de los grandes problemas históricos, reavivado de forma tan irresponsable por unos y otros en la última década. Zapatero ha dedicado muchos esfuerzos a encauzarlo restaurando el diálogo institucional con todos los gobiernos autonómicos y ha propuesto un método para tratar este asunto que es justamente el contrario al seguido por Ibarretxe. Mientras éste presentaba un documento escrito y cerrado al Parlamento vasco, aquél propiciaba un debate abierto entre todos los partidos para buscar los puntos de encuentro que permitan llegar a un acuerdo consensuado. Se puede estar a favor de uno o de otro procedimiento, pero no a favor ni en contra de los dos. No se puede rechazar uno porque no deja margen para decir nada y el otro porque lo deja todo. No se puede decir, en un caso, retire su plan para que empecemos a hablar y en el otro no empezaremos a hablar mientras no presente su plan. El PP tiene que decidir si lo que quiere es proponer, discutir y cooperar a ordenar este gran escollo o si prefiere seguir negando su existencia.

Ésa es la cuestión. Seis meses después de las elecciones, el PP no ha sido capaz de entender por qué perdió ni, por tanto, de digerir su derrota, y eso le impide revisar su proyecto y su estrategia. Debería entender, de una vez, que perdió porque, pese a la buena marcha de la economía y los progresos en la lucha contra ETA, se empeñó en imponer un rancio proyecto conservador y en hacerlo ignorando con frecuencia las formas democráticas, negando la existencia de los problemas más evidentes, rechazando toda responsabilidad, confundiendo la información con la propaganda y reavivando así todos los fantasmas del pasado que, hasta cierto punto, había disipado durante su primera legislatura. El PP tiene que decidir si, al margen de sus definiciones formales, se sitúa en el centro-derecha o en la extrema derecha, si lo que le valió en los años noventa vale hoy todavía. El XV Congreso no parece haberlo resuelto. Por eso lo que importa, y mucho, es saber si Rajoy dispone o no del criterio, la autonomía y el valor suficientes para atemperar la línea ideológica de su partido y su manera de hacer política. Si quiere contribuir a encauzar y resolver los grandes problemas de Estado o a reactivarlos y perpetuarlos. Porque lo que ensombrece el panorama político español no son los errores típicos de un Gobierno en sus momentos iniciales, sino la perseverancia de otros actores incapaces de analizar los propios y discernir en qué y hasta qué punto ha cambiado el escenario. En el PP da la impresión de que algunos lo han entendido; otros, evidentemente, no.

Julián Santamaría es catedrático de Ciencia Política en la UCM.

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