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Iglesia católica y Estado laico

Juan José Tamayo

Tenemos que remontarnos a la década de los ochenta del siglo pasado, con motivo de la aprobación de las leyes de divorcio y de despenalización de la interrupción del embarazo y de la "guerra de los catecismos", para encontrar un lenguaje tan "de trinchera" y unas actitudes tan agresivas contra un Gobierno nacido de las urnas como las adoptadas o alentadas por la cúpula de la jerarquía católica española contra el actual Ejecutivo durante los últimos meses, y muy especialmente tras la vuelta de vacaciones, ante el anuncio de determinadas leyes relacionadas con la religión en la escuela y los modelos de pareja. Los obispos o algunos de sus portavoces comienzan utilizando un lenguaje apocalíptico, de cruzada, y terminan llamando a la movilización de los católicos. Cuanto más elevado es el rango de los eclesiásticos en el escalafón jerárquico, más gruesas son las descalificaciones contra el Gobierno. El cardenal Julián Herranz, presidente del Consejo Pontificio para los Textos Legislativos y miembro del Opus Dei, ha aprovechado la misa-funeral por el cardenal Marcelo González Martín, arzobispo emérito de Toledo, recientemente fallecido, para acusar al PSOE de "laicismo agresivo" y de "fundamentalismo laicista". El arzobispo de Sevilla, cardenal Carlos Amigo, rompiendo con su habitual mesura en no pocos de estos temas, ha sumado su voz a la del cardenal Herranz, alertando contra el "fundamentalismo laicista" e indicando que "el Estado laico no debe ser perseguidor de la religión".

Más lejos han ido el arzobispo de Pamplona y vicepresidente de la Conferencia Episcopal Española, Fernando Sebastián, para quien la futura legislación sobre el divorcio resulta más permisiva que "un contrato de alquiler", y el secretario general y portavoz de la Conferencia Episcopal Española, Juan Antonio Martínez Camino, quien ha definido la legalización de los matrimonios homosexuales como "virus" y "falsa moneda". El obispo de Jerez, Juan del Río, ha denunciado "la política laicista del partido en el poder" y ha hablado de "fobia religiosa" del Gobierno de la nación; actitud, dice, que le sirve de excusa "para tratar de desterrar los valores de la cultura católica de los corazones y de las mentes de las nuevas generaciones". Y sigue afirmando: "Estamos al inicio de una suplantación cultural del humanismo cristiano, que ha vertebrado Europa, por un humanismo cívico y materialista que, bajo un ropaje democrático, oculta su totalitarismo de origen" (subrayado mío).

Del lenguaje a los hechos hay un paso y ése ya lo ha dado la jerarquía católica por boca del citado portavoz, Martínez Camino, que ha llamado a la movilización de los católicos contra unas leyes que ni siquiera han sido debatidas en el Parlamento. Un obispo, el de Mondoñedo, ya ha anunciado que se colocará tras la pancarta en las movilizaciones contra el aborto, las parejas de hecho y a favor de la religión en la escuela.

Y todo por el "delito" del Gobierno de ejercer su derecho constitucional de presentar leyes sobre las materias indicadas para su debate en sede parlamentaria, lugar donde reside la soberanía popular. Tras ocho años de gobierno del PP, que consultaba e incluso consensuaba previamente con la jerarquía católica muchas de las leyes aprobadas en el Parlamento, a los obispos parece habérseles olvidado los más elementales principios de la democracia: que el poder no viene de Dios, sino que reside en el pueblo; que el poder ejecutivo gobierna legitimado por la voluntad popular; que los diputados discuten y hacen las leyes respondiendo al mandato recibido de la ciudadanía que los ha apoyado con su voto en las urnas, y no a credos religiosos.

Una vez más la Iglesia católica ha bajado a la arena política y ha tomado partido, e incluso está ejerciendo la labor de oposición con más radicalidad que el PP. Ya lo hizo en la campaña de las elecciones del 14 de marzo, en la que su programa en cuestiones como células madre, parejas homosexuales, interrupción voluntaria del embarazo, enseñanza evaluable de la religión en la escuela, dotación económica, profesores de religión, etc., coincidía sustancialmente con el del PP. Por eso el fracaso electoral de los populares fue vivido como derrota propia por la jerarquía católica, que enseguida puso en marcha su maquinaria de oposición al Gobierno socialista.

Actitudes como las expuestas demuestran que la jerarquía católica y organizaciones católicas afines viven cultural y políticamente desubicadas y ofrecen respuestas del pasado a preguntas del presente. A su vez recelan de la democracia, tienen todavía una concepción confesional de la política y no admiten fácilmente la laicidad del Estado, la no confesionalidad de las instituciones del Estado y la secularización de la sociedad.

Pero quizá lo más llamativo es que la alarma ha sonado también en algunos sectores del PSOE. Es el caso de algunos socialistas cristianos o cristianos socialistas que forman parte de la corriente interna del PSOE Cristianos en el Socialismo -no confundir con Cristianos por el Socialismo- que, refiriéndose a algunas medidas a adoptar por el Gobierno socialista las califican de "laicismos intolerantes". Uno no se explica que militantes y dirigentes de izquierda puedan oponerse a leyes que están en plena sintonía con el espíritu y la letra de la Constitución Española de 1978 y que respetan escrupulosamente los acuerdos de 1979 con la Santa Sede y los acuerdos de 1992 con las religiones musulmana, judía y protestante.

Creo que es momento de serenar el debate y de desarmar el lenguaje. Es necesario entrar por la vía de la racionalidad ética y política, y no de los intereses religiosos. Esto es válido para los dirigentes políticos, pero también para las propias religiones, que en el terreno político deben facilitar la elaboración de leyes que favorezcan al conjunto de la ciudadanía, aunque tengan que renunciar a sus privilegios históricos, que carecen de toda legitimidad, al menos de la legitimidad democrática.

Una institución como la Iglesia católica, que jugó un papel tan importante en la transición de la dictadura a la democracia, no puede malversar su capital político y religioso de concordia como lo está haciendo ahora. Para ello tiene que moderar sus declaraciones y actuaciones públicas. De lo contrario puede ahondar todavía más la distancia que la separa de la sociedad e incluso de los propios católicos -que en su mayoría se posicionan del lado del juego democrático- y corre el peligro de caer en comportamientos más propios de las sectas que de las grandes religiones.

La jerarquía católica está en su derecho a entrar en el debate público sobre estos temas. Nadie se lo niega. Pero ha de hacerlo como un interlocutor más, sin recurrir a los argumentos de la revelación cristiana, que sólo tienen valor para los creyentes de esa religión, y sin apelar a la historia, a la tradición o a la mayoría sociológica, como argumentos decisivos. La historia y la tradición no pueden desconocerse, es verdad, pero en el caso de la Iglesia católica no son precisamente muy ejemplares en lo que a libertades, derechos humanos, democracia y respeto al pluralismo se refiere.

Todavía vivimos instalados en dos mitos: el de la mayoría católica de la sociedad española y el del poder de los obispos, considerados ambos inherentes a la organización social y a la convivencia cívica. La sombra de la jerarquía eclesiástica sobre la sociedad española es muy alargada, y los políticos están demasiado pendientes de los obispos, a quienes miran con el rabillo del ojo en espera de que aprueben sus conductas o al menos no las desaprueben explícitamente. Y cuando se sienten reprobados, tienden a hacer concesiones que pueden limitar la autonomía del Estado y ampliar los espacios de influencia del poder religioso, no legitimado en las urnas. Y eso no me parece conforme con el Estado laico.

Juan José Tamayo es director de la Cátedra de Teología y Ciencias de las Religiones de la Universidad Carlos III de Madrid y autor de Fundamentalismos y diálogo entre religiones (Trotta, Madrid, 2004).

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