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Reportaje:

Genios y figuras

El Museo del Prado inaugura el próximo día 20 la temporada de exposiciones con una muestra irrepetible. Son cerca de 90 obras maestras, algunas de las cuales nunca se han expuesto en nuestro país

De alguna manera, el dejar una huella personal más allá de la muerte ha obsesionado al hombre desde sus más remotos orígenes, llámese luego como se quiera al resultado material correspondiente que ha llegado hasta nosotros, si magia, religión o arte. En este sentido, hasta la simple impresión de una mano humana en una cueva prehistórica del paleolítico, y no digamos, como ocurre en el arte rupestre de este mismo periodo, la silueta misma de un cazador, son ya retratos, hechos quizá con muy diferente técnica e intención, pero, a la postre, en efecto, pruebas de un mismo afán de supervivencia.

En todo caso, lo que en nuestra cultura, que se funda en la antigua Grecia, se entiende como retrato es no sólo la genérica representación del hombre, sino su cada vez mayor y mejor individualización; esto es, la representación de un ser humano particular, lo que significa sus rasgos físicos más específicos, pero también anímicos o psicológicos; en definitiva: la plasmación completa de su personalidad o, como se dice vulgarmente, de su "genio y figura". Aunque sólo en el arte occidental de tradición clásica ha perdurado comparativamente más la obsesión por el parecido, en la medida en que este arte estuvo basado durante muchos siglos en la idea de la imitación de la realidad, hay ejemplos en otras culturas y civilizaciones diferentes a la nuestra donde también se realizaron retratos de escalofriante realismo.

No obstante, es difícil hallar una preocupación tan obsesiva y creciente en pos de la ejecución de retratos individualizados como la demostrada por el arte occidental antiguo y moderno, incluso tras la revolución artística que se produjo en nuestra época contemporánea, que siguió centrándose más extensamente en este género durante el siglo XIX, al que se sumó la fotografía, que puso el retrato al alcance de cualquiera.

Parece evidente que esta importancia otorgada al retrato en el arte occidental se debió precisamente al fuerte sentido individualista que la caracterizó siempre, si bien se acentuó a partir del Renacimiento, cuando, por decirlo de alguna manera, este talante individualista se exacerbó, no encontrando al respecto nunca un límite hasta hoy mismo, donde el culto por preservar nuestra singularidad no sólo afecta a la representación visible de nuestra imagen, ya sea mediante el método artístico tradicional o mediante el concurso de las nuevas tecnologías reproductivas, sino a lo que ésta tiene de invisible, como, por ejemplo, nuestro ADN. Por consiguiente, es lógico que, al recorrer cualquiera de los grandes museos, nos encontremos que abunden allí los retratos, algo que en nuestra época se ha convertido además en un imperativo legal, como el de tener que acreditar documentalmente nuestras señas de identidad con nuestro rostro fotografiado y nuestras huellas dactilares, a lo que quizá pronto debamos añadir nuestro mapa genético.

De todas formas, hubo un salto cualitativo en la historia artística de este proceso sobre todo a partir del siglo XVII, no sólo, o no tanto, porque el retrato fuera cada vez más individualizado y realista, sino, literalmente, porque, a partir de entonces, su democratización se hizo imparable. Véase si no, ya que el tema que nos ocupa es el del retrato español, lo que escribió sobre este término Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua castellana o española, publicado precisamente en 1611, donde se le define de la siguiente manera: "La figura contrahecha de una persona principal y de cuenta, cuya efigie y semejanza es justo que quede por memoria de los siglos venideros. Esto se hacía con más perpetuidad en las estatuas de metal y piedra, por las cuales y por el reverso de las monedas tenemos hoy noticia de las efigies de muchos príncipes y personas señaladas. Díjose a retrahendo porque trae para sí la semejanza y figura que se retrata. Retratador, el pintor, oficial de hacer retratos". La importancia de esta temprana y precisa definición de Covarrubias se basa en la identificación entre el término hoy más en desuso de contrahacer, proveniente del latín contra facere, que significa sacar o extraer una imagen exacta de la realidad, y de retratar, etimológicamente afín porque este último proviene también del latino retrahere, como el francés portrait lo hace de pro-trahere, de sentido respectivamente equivalente; pero además añade la aclaración de que el modelo debe ser "persona principal", y que, de antiguo, ya existían especialistas en este oficio.

Por lo demás, la restricción selectiva de quiénes merecían ser retratados nos demuestra el carácter polémico que tuvieron los grandes retratistas del siglo XVII por atreverse a efigiar la imagen de cualquiera. En este sentido, hay una paradoja que atosiga al retrato español en esta época crucial: en primer lugar, la influencia religiosa de la contrarreforma, cuyo antihumanismo, por un lado, animaba la representación artística descarnada del hombre, porque éste era un débil instrumento de la Providencia, pero, por otro, consideraba inmoral que se retratasen quienes no fueran personas ejemplares (esto es, reyes, aristócratas o santos); mas, en segundo lugar, ese realismo artístico propiciado en el arte español estaba, a su vez, estéticamente desprestigiado porque no respetaba el canon selectivo de la belleza clásica, que suponía hacer retratos idealizados.

Sea como sea, cuántas veces el gran arte no ha surgido precisamente por salvar estas paradójicas dificultades, haciendo, como dice el proverbio, "de la necesidad virtud". En este sentido, las tres figuras claves para lo que podría llamarse la definición histórica más característica del retrato español fueron asimismo las de los, sin duda, tres mejores pintores españoles: El Greco, Velázquez y Goya; los cuales, a su vez, se encuentran no sólo entre los mejores retratistas de todos los tiempos, sino que además mantuvieron entre sí una sucesiva y muy estrecha relación artística en la forma de concebir el retrato.

Sabemos, por ejemplo, la influencia que tuvieron los retratos de El Greco en Velázquez, y los de éste, de forma ya explícita y enfática, en Goya. La indudable preeminencia de este trío genial de pintores a la hora de dar la definición más honda y significativa del retrato español no debe interpretarse, sin embargo, como desconocimiento de las raíces italiano-flamencas de la escuela española, y, por tanto, de su concepción retratística, ni, aún menos, como menosprecio de otros retratistas españoles contemporáneos tan superdotados y singulares como Ribera, Ribalta, Zurbarán, Murillo, etcétera.

¿Por qué entonces cifrar lo más característico del retrato español en sólo tres pintores, sea cual sea su reconocida grandeza? En lo que se refiere a El Greco, no sólo porque trajo a España la fundamental lección de Venecia, ahondando así el formidable surco abierto por Tiziano, sino porque la mezcla de espiritualidad bizantina, exaltación manierista y su más que curioso talante personal fueron el mejor modo de adentrarse en la adusta intensidad castellana, logrando combinar el realismo con la expresión de sobria dignidad, algo visionaria, de los personajes españoles.

Es obvio que las cabezas de El Greco impresionaron al Velázquez admirador de Tiziano, porque entrevió en la perspicacia psicológica del cretense ese trasfondo de captación de la vida humana como drama y su muy fluida y directa representación pictórica. Tres cuartas partes de la actividad artística de Velázquez se centraron en los retratos, que realizaba con tan portentosa calidad que sus competidores contemporáneos, no pudiendo restarle méritos en esta especialidad, trataban de confinar su genio sólo en este género. A este respecto, Palomino, pintor y tratadista de arte contemporáneo, cuenta, en la extensa biografía del artista sevillano, la anécdota de la respuesta que le dio a Felipe IV cuando éste le comentaba que algunos afirmaban que toda su habilidad se reducía a saber pintar una cabeza, a lo que Velázquez replicó: "Señor, mucho me favorecen porque yo no sé quién la sepa pintar".

El ingenio de esta respuesta tuvo además su miga, porque, en un siglo donde coincidieron retratistas de la categoría de Caravaggio, Rubens, Van Dyck, Frans Hals y sobre todo Rembrandt, nadie como Velázquez llegó a representar con tanta profundidad el valor existencial que se asoma por igual en la expresión de un soberano, un papa, un mendigo, un bufón o un niño.

Según pasaban los años, este don artístico y moral de Velázquez se acrecentó, logrando al final la suprema paradoja de calar más hondo en la personalidad de cualquiera con cada vez menos pinceladas, como al desgaire. Un siglo y cuarto después de la muerte de Velázquez, Goya continuó por esta misma senda, aunque, a tenor de los trágicos tiempos y los inquietantes cambios que acarrearon, cargando la suerte en la expresión, entre perpleja y atormentada, de sus modelos, entre los que se encontraba él mismo.

No obstante, el principal mérito de la exposición sobre el retrato español de los siglos XV al XX del Museo del Prado estriba en no haberse quedado en los límites convencionales del arte tradicional, sino en atreverse a confrontar su supervivencia en la vanguardia histórica del siglo XX, donde surgió un cuarto privilegiado interlocutor, Pablo Picasso, el cual, significativamente, centró su atención en El Greco, Velázquez y Goya, con lo que no sólo culminó una tradición local, sino que probó su vigencia moderna.

Picasso demostró que la labor de estos pintores antecedentes era el vehículo más apropiado para desentrañar la convulsa enjundia del nuevo lenguaje de la vanguardia, que así tuvo también en el retrato un inequívoco acento español. Esta constante española a través de los siglos nada tiene que ver, sin embargo, con ningún burdo nacionalismo, porque, en definitiva, la aportación española al retrato consistió en resaltar lo humano del hombre, su entrañable y patético desamparo; algo así como una lección artística memorable por verdaderamente universal.

La exposición 'El retrato español. De El Greco a Picasso', patrocinada por el BBVA, podrá verse en el Museo del Prado del 20 de octubre al 6 de febrero de 2005. Venta anticipada de entradas, con reserva de día y hora, en el teléfono 902 40 02 22.

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