Una historia acartonada
"Corrían muy malos tiempos, pero vistos a distancia quizás fueran los más nuestros". Autoconvertido en historiador cinematográfico de la posguerra, José Luis Garci no duda en utilizar la frase de Manuel Alcántara como epílogo de su larga, virtualmente interminable Tiovivo c. 1950, tal vez la más coral de las películas españolas de los últimos años, un esforzado catálogo de anécdotas inventadas, leyendas urbanas y situaciones de todos conocidas. Una película que evoca invenciblemente otros referentes (de La ronda a La colmena, por citar sólo dos ejemplos de parecida estructura coral) ciertamente mucho más ilustres.
Algo ha cambiado, no obstante, en este filme de benetiano título con respecto al otro anterior, You're the one, que transcurría por parecidos tiempos y con similares intenciones de radiografía de una época. Ahora se habla de penas de muerte, de conmutaciones que no llegan, de favores que se piden a jerifaltes del régimen y de hambre, al tiempo que se muestra en acción a dos policías secretos que se llevan detenido a un chico que lee y tiene pinta de estudiante: no todo va a ser franquistas bobalicones aunque entrañables, como en la película anterior, ni víctimas que, en el presidio, morían literalmente de amor y no de malos tratos, de tisis o de hambre. Algo hemos ganado en rigor histórico.
TIOVIVO C. 1950
Dirección: José Luis Garci. Intérpretes: Alfredo Landa, Fernando Guillén Cuervo, Antonio Dechent, Carlos Hipólito, Aurora Bautista, Miguel Angel Solá, Andrea Tenutta, Elsa Pataki, Andrés Pajares. Género: drama. España, 2004. Duración: 140 minutos.
Queda en pie, no obstante, todo lo demás, que en el cine de Garci suele tener características muy específicas. Sigue ahí su gusto innato por lo melodramático, por el edulcoramiento teñido de cita cinéfila. Queda el gusto por el diálogo con acentos populares, en ocasiones pretendidamente cómico.
Y queda, por encima de todas las cosas, su deseo de contar una historia realista más con los mimbres tomados del cine que con los arrancados a la vida misma. De ahí, en positivo, esas extraordinarias escenografías (una cortesía del maestro Gil Parrondo), y en negativo, ese aire en general acartonado e irreal, por ejemplo, esos personajes que trabajan en un taller y que lucen impolutos, con sus camisas blancas y ni una sola mancha de grasa: esa historia convertida en anécdota chusca y de pantalla antigua.
Que la película tiene sus momentos de lustre no cabe ninguna duda, y casi todos relacionados con actores que se mueven dentro de la mesura con unos personajes mejor construidos que otros. Como todos en los que interviene Carlos Hipólito, ajustado como en él es norma; o el dúo que forman Solá y Andrea Tenutta, que respiran credibilidad y vida, por citar sólo algunas interpretaciones. Que tendrá su público, es indudable: a mucha gente le gusta que en el cine le cuenten historias de lágrima fácil y sensiblería machacona.
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