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Otoño alemán

José María Ridao

El estreno de El hundimiento, una película en la que el ocaso de Hitler se aborda desde una perturbadora inmediatez, parece haber suscitado en Alemania dos reacciones distintas aunque tal vez no identificadas con suficiente claridad. Por una parte, la interpretación de Bruno Ganz, celebrada por toda la crítica, se ha convertido en ocasión para hacer un nuevo balance de la manera en la que los alemanes han asumido el pasado. Por otra, la película ha trasladado fuera de los círculos especializados una preocupación que lleva tiempo prosperando en su interior y que tiene que ver con el contenido mismo de ese pasado, con los silencios y medias verdades que pesan sobre él. Desde esta segunda perspectiva, El hundimiento no ha hecho, en realidad, más que utilizar la capacidad de convocatoria del género cinematográfico para llamar la atención sobre un heterogéneo cúmulo de obras aparecidas en el transcurso de los últimos años. El director, Oliver Hirschbiegel, ha reconocido su deuda con el ensayo homónimo de Joachim Fest y, ya en el plano narrativo, con los recuerdos de la secretaria personal del dictador, Trauld Junge.

Si la primera de las reacciones puede considerarse hasta cierto punto como un asunto privado de los alemanes, la segunda reacción, la relativa al contenido de ese pasado, debería constituir una preocupación general, puesto que se trata de una historia compartida y frecuentemente invocada para justificar decisiones actuales y no siempre pacíficas. El desolador espectáculo de muerte y destrucción que cosechó Europa al término de la Segunda Guerra Mundial sigue actuando como tabú frente a algunas indagaciones decisivas para entender las causas de la catástrofe, lo que fuerza a interpretar el pasado, aquel pasado, de la peor y más estéril de las maneras: como un episodio único no por la inconmensurable dimensión del sufrimiento que provocó, sino por la naturaleza de los protagonistas. Poniendo el acento sobre su condición de monstruos se deja en la penumbra la más insensata, la más mortífera de las ideas en las que se inspiró el poder político de la época, haciendo que no pocos regímenes liberales, y entre ellos el alemán, acabaran sucumbiendo a la tiranía.

Desde mediados del siglo XIX se generalizó a ambos lados del Atlántico la convicción de que el progreso exigía gobernar de acuerdo con los fines señalados por una criatura entonces recién aparecida en escena: la ciencia. En realidad, los crímenes de Hitler heredaron de los perpetrados por el colonialismo el supuesto descubrimiento de que la humanidad se dividía en razas capaces de determinar las aptitudes de los individuos, y de que era misión propia de los gobernantes contribuir a su mejora. Lenin y Stalin, por su parte, pertenecían al mismo género de creyentes, sólo que su fe era distinta, y donde los colonialistas y los nazis escribieron raza ellos escribirían clase, reelaborando el concepto en función de los hallazgos del socialismo científico. La crítica al totalitarismo se ha enfrentado durante décadas a la existencia de dos pesos y dos medidas a la hora de enjuiciar ambas versiones de la tiranía, y ahí ha radicado uno de sus principales obstáculos. Pero tal vez exista otro no siempre destacado con la importancia que merece. Y es que estas ideologías no se desarrollaron en el interior de unas fronteras cerradas, sino que buena parte de sus fundamentos, y también algunos de sus métodos, llegaron a ser habituales en todo el mundo; tan habituales que cabría preguntarse si los regímenes totalitarios padecieron una locura singular o fueron, por el contrario, quienes más lejos llevaron una locura de la que pocos quedarían a salvo.

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La arbitraria fantasía de distinguir entre pueblos arios y semitas, la adopción de políticas eugenésicas para conseguir hombres y mujeres libres de supuestas taras físicas o morales, la aprobación de leyes especiales dirigidas a consagrar la discriminación y el privilegio, el establecimiento de limbos destinados a individuos cuya simple existencia constituía un error o un delito, fueron prácticas realizadas bajo los auspicios de la ciencia de un extremo a otro de Europa, y a ambas orillas del Atlántico. E iniciadas las hostilidades, los contendientes fueron aproximando sus métodos de guerra hasta el punto de que la devastación de Gernika no sólo sería el preámbulo del bombardeo nazi de Coventry y Londres, sino también de las ciudades enemigas por parte de los Aliados. Tras unos primeros años de silencio sepulcral sobre estos hechos -los atormentados escrúpulos de Claude Eatherly, el piloto que lanzó la bomba sobre Hiroshima, fueron presentados oficialmente como un episodio de demencia-, se aceptó el argumento de que la guerra total estaba justificada en virtud de la naturaleza del enemigo, una encarnación del mal absoluto. Se dijo, además, que las acciones aliadas eran una estricta retorsión a las emprendidas por las potencias del Eje y que, sin ellas, hubiera resultado difícil, si no imposible, obtener la victoria.

Con independencia de la validez o no de éstos y similares razonamientos, lo cierto es que la lógica desde la que estaban concebidos llevaba a la idea de que la destrucción de Alemania resultaba tan inexorable como un fenómeno natural, según la expresión de W. B. Sebald. Y si algún escritor o intelectual se decidía a rasgar el velo y señalar que detrás de las toneladas de explosivos vertidas sobre suelo alemán había una decisión política y, por tanto, una responsabilidad susceptible de ser valorada y enjuiciada, la única conclusión que le estaba permitido extraer era de naturaleza pedagógica: he ahí las consecuencias de que todo un pueblo consintiese el crimen. La controversia en torno al estreno de la película de Hirschbiegel viene a dejar constancia de que las cosas han empezado a cambiar, y que reconocer que los alemanes padecieron sufrimientos indecibles antes, durante y después de la guerra no significa la más mínima concesión al nazismo.

Por primera vez desde 1945, los lectores de todo el mundo empiezan a prestar atención a obras de alemanes que se opusieron a Hitler, como los ensayos de Sebastián Haffner o los discursos radiofónicos de Thomas Mann. Por otra parte, historiadores como Jörg Friedrich, autor de El incendio, han abordado con patética sobriedad los efectos de los bombardeos sobre la población civil. Y un novelista como Günter Grass, preocupado por el uso que los grupos neonazis vienen haciendo de algunos episodios ocurridos durante la guerra, ha publicado A paso de cangrejo, una narración en la que reflexiona sobre el ataque de un submarino soviético contra el crucero Wilhelm Gustloff, en el que perecieron más de cuatro mil refugiados alemanes a pocas semanas del final de la guerra. El propio Sebald realizó una original aportación a esta corriente con Sobre la historia natural de la destrucción, un en

-sayo en el que, entre otras cosas, se sorprende de que la literatura alemana de la época no dejara constancia de las ciudades en ruinas; la única excepción, señala, se encuentra en uno de los más estremecedores relatos de Heinrich Böll, El ángel callaba.

En realidad, la observación de Sebald valdría también para describir la mirada del resto de los europeos sobre la Alemania destruida, por más que existiesen poderosas razones para comprender la indiferencia, incluso el odio. Pero precisamente porque esas razones existían, resulta más extraordinaria la actitud de algunos cineastas y escritores que supieron dar curso a una emoción insólita en medio de la devastación general. Fue el caso de Roberto Rossellini con Alemania, año cero, de 1947. Pero también el de un breve libro publicado en esa misma fecha y que no tuvo la repercusión de la película, pese a ofrecer un testimonio próximo al de Rossellini. Se trata de Otoño alemán, escrito por un anarquista sueco de 23 años, Stig Dagerman, tras una visita como periodista a las ruinas del Tercer Reich, del que abomina. El relato de cuanto ve en las ciudades reducidas a escombros, desgranado con una creciente conmoción, queda resumido en la imagen que le sugieren los miles de alemanes condenados a sobrevivir en sótanos inundados y con las ventanas tapiadas para combatir el frío. Se asemejan, escribe, a "los peces que salen a la superficie para respirar".

A diferencia de Rossellini, sin embargo, Dagerman cuestiona que la miseria pueda inculcar pedagogía política alguna en unos alemanes reducidos a "trogloditas", y se pregunta si, como sostienen algunas voces, son esas legiones de hombres y mujeres hambrientos y tiritando de frío las que podrían poner otra vez en peligro "los valores de Occidente" y no el despiadado olvido de que esos valores "residen en el respeto a la persona, incluso si se ha enajenado nuestra simpatía y nuestra compasión". Admite que la miseria es "sin ninguna contestación posible la consecuencia de una guerra de conquista emprendida por los alemanes". Pero alberga dudas de que sea justa, y más aún, de que, "por un curioso fenómeno de inversión de los conceptos, no sea cruel". Y la razón es que "la miseria que padecen los alemanes es colectiva mientras que, pese a todo, sus atrocidades no lo fueron". Y continúa poco después: "Hay en Alemania un número no despreciable de antinazis sinceros que se sienten más decepcionados, más apátridas y más vencidos de lo que los simpatizantes de los nazis se han sentido jamás". Dagerman sabía de lo que hablaba: apenas unos años antes había contraído matrimonio con la hija de una pareja de exiliados políticos alemanes, a quien dedica el libro. A su juicio, "esas gentes son las más bellas ruinas de Alemania pero, por ahora, resultan tan inhabitables como las casas destruidas entre Hasselbrook y Landwehr, que desprenden un olor acre de incendios extintos en el crepúsculo húmedo de este otoño".

Las reacciones provocadas por el estreno de El hundimiento podrían ser un signo de que, para los alemanes, ha llegado el momento de habitar esas ruinas de las que habla Dagerman, de revisar los silencios y las medias verdades sobre los que se ha establecido no ya su reciente pasado, sino el pasado de Europa y, en general, de todo el siglo XX; de seleccionar sus predecesores. Al fin y al cabo, lo hemos hecho los españoles al rendir homenaje a los republicanos integrados en las tropas del general Leclerc y no al Gobierno de Franco ni la División Azul. Lejos de buscar exculpación alguna, se trata de identificar con precisión dónde se encontraba la frontera que separaba a los contendientes, quiénes y por qué motivos se comprometieron con uno u otro bando, cuáles fueron sus acciones y cómo cabría juzgarlas con independencia de la nacionalidad a la que pertenecían, se contase al final entre la de los vencedores o la de los vencidos. Si en 1947 Dagerman censuraba como una "falta de realismo" considerar a los alemanes como "una masa compacta exudando los efluvios helados del nazismo", seguir haciéndolo hoy resulta sencillamente insostenible. Y no sólo porque no se corresponde con los hechos, sino además porque presupone un relato del pasado que, aplicado a los tiempos que corren, impide advertir el nuevo género de locura en el que se está incurriendo, la nueva confrontación entre un bien y un mal considerados como absolutos, el nuevo toque a rebato frente a enemigos súbitamente descubiertos no en la raza, no en la clase, pero sí en la civilización, por extravagantes hombres de ciencia que reclaman ser escuchados por el poder.

Apenas alcanzada la treintena, Stig Dagerman, uno de los más estimulantes escritores europeos de su época, el autor de ese Otoño alemán lúcido y visionario en el que se esfuerza por distinguir a los culpables de los inocentes, se quitó la vida.

José María Ridao es embajador de España en la Unesco.

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