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Columna
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Un deseo llamado tranvía

Por aquel entonces viajábamos por la ciudad en una suerte de ruido acomodado a los riñones. Eran los tiempos míseros de Franco y sus obispos, cuando 20 céntimos (de peseta) ya era mucho pagar. De modo que nos arracimábamos en los estribos de aquella tartana amarilla, justo para saltar en cuanto veíamos al revisor acercarse, y no es que el hombre tuviera mucha fe en su misión. Por eso, y otras muchas cosas, los tranvías de Sevilla llegaron a ser célebres de toda humana celebridad. Si un enjambre de estudiantes se colocaba en la cabecera, y otro en la trasera, el balanceo acababa provocando descarrilamiento seguro, a falta de otras libertades. El tranvía de la Puerta Real aguardaba a que los vecinos terminaran de afeitarse, ¡espera, Manolo! El de la calle Imagen pasaba tan cerca de las casas, que las mujeres se santiguaban antes de salir a la calle. El que iba al cementerio, naturalmente, era el número 13. Eso sólo podía pasar en Sevilla.

El desarrollismo acabó con los tranvías. Y ahora, de tanto tiempo como hace, se conoce que el municipio ha olvidado hasta cómo se llamaban aquellos artefactos. Y en su deseo de ajustar a la semántica del metro el nuevo transporte-público-electrificado-sobre-raíles-no-contaminante, uf, pues le han puesto un nombre feote, que les ahorro. Señor alcalde, ese deseo se llama tranvía. Ya comprendo que ha dedicado usted tantas horas a resolver el problema, que ha quedado atrapado en el laberinto de las palabras. No importa, para eso estamos los escritores mayorcitos.

No es ninguna deshonra regresar al tranvía. Por el contrario, ya no hay ciudad europea que se precie, que no lo haya recuperado. Eso sí, los tranvías de ahora hay que verlos. Parecen naves futuristas a ras del suelo, grandes peces luminosos discurriendo por entre el silencio que emana de las catedrales. Los ciudadanos de Amberes, de Montpelier, de Zúrich, están como absortos de su elegancia y hasta se diría que no tienen mejor cosa que hacer que montarse en ellos, a soñar despiertos, a verificar que la civilización, de vez en cuando, es algo que merece la pena.

Cómo será que hasta el alcalde de Málaga se ha puesto celoso. Bueno, no hace falta mucho para eso. Ya ocurrió con el AVE, que si no es por Magdalena Álvarez, que tuvo la idea de llevarlo hasta la bella ciudad del Sol, no lo veían ni en pintura. (Ese que ahora clama contra los moros, desde su tribuna pagada en Georgebushtown, también clamó contra el AVE malagueño al principio, no lo olviden). Luego, el metro, que De la Torre se ha encontrado cual dádiva caída de la Junta, pues ni él lo había pedido ni soñado ni deseado. Ahora sí, ahora dice que él también quiere... lo mismo que Sevilla, o sea, un tranvía. No lo expresa exactamente así, pero se le nota que tiene un deseo. (En mi pueblo a esa obstinación le llaman "culo veo, culo quiero", ustedes perdonen la ordinariez). Pero como caiga en manos de un psiquiatra, raro será que no le diagnostique: usted lo que tiene es un deseo llamado... Sevilla.

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