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George W., segunda parte

Tal como van las cosas, lo más probable es que George W. Bush sea reelecto por otros cuatro años para la presidencia de los Estados Unidos. Si eso sucede, el mundo -que es hostil a Bush con una pasión casi unánime- podría quedar sometido a otro periodo de rapacidad, oscuridad y amenazas de guerra. A veces la política parece menos una ciencia que una rama del ocultismo.

Nadie entiende muy bien la estrategia del candidato demócrata, el senador John Kerry, en cuyos actos confusos y dubitativos están haciendo fácil mella las brutales embestidas de los republicanos en campaña.

En los trenes que circulan entre Nueva Jersey y Nueva York -dos Estados donde la enorme ventaja que el ex vicepresidente Al Gore obtuvo en noviembre de 2000 ahora se torna escuálida- he oído más de una vez conversaciones en alta voz que irradian impaciencia: "¿Cómo es posible que Kerry no hable de los mil soldados que ya han muerto en la inútil guerra contra Irak? ¿Por qué no lo increpa a Bush preguntándole a cada rato dónde está Osama Bin Laden?".

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La única explicación que encuentran a esos silencios es menos una conjetura que una expresión de deseos: quizá, dicen, ya la CIA y Bush han tendido un cerco al jefe de Al Qaeda y esperan que se acerque la elección para cazarlo y dar así un golpe de teatro. Quizá sea ésa la sorpresa de octubre -"the October surprise"- que todos esperan. O tal vez no, quién sabe.

Los dos temas básicos de la campaña electoral norteamericana son la economía -que pocas veces ha marchado peor que ahora- y las amenazas a la seguridad interna, que se conjuran con discursos de bravucones y con una guerra que golpea sobre los campos petroleros de Irak, lejos del blanco.

Bush está saliendo purificado de los errores que comete a través de un recurso simplísimo: jamás habla de lo que no le conviene.

El segundo jueves de septiembre dijo, en un suburbio de Filadelfia: "Si usted maneja un auto, el senador Kerry votó en el Congreso para que le aumenten los impuestos. Si usted tiene un trabajo, o está casado o tiene hijos, Kerry se ha ocupado de que le cobren más y más impuestos".

El presidente pasa por alto que su propia política impositiva ha deteriorado los ahorros de la mayoría y ha encarecido el costo de la vida. Lo que dijo en Filadelfia, sin embargo, fue repetido incontables veces por la televisión -que le es adicta en una proporción pasmosa-, acercándole los votos de millones de indecisos.

Bush es directo y rústico. Cuando habla, parpadeando como si emitiera señales en alfabeto Morse, parece un pájaro distraído. Pero consigue establecer con la gente un nivel de comunicación tan irracional e intenso como el de Ronald Reagan.

Kerry es brillante, en cambio, pero nadie entiende qué quiere ni hacia dónde va. A comienzos de septiembre dijo, por ejemplo, que habría votado en el Senado la decisión de atacar Irak aun si hubiera sabido que ese país no almacenaba armas de destrucción masiva. Se ha declarado de acuerdo con el presidente en que es necesario mantener el rumbo actual de la guerra, aunque compartiendo las responsabilidades con los aliados europeos.

Con un adversario tan complaciente, la campaña está convirtiéndose para Bush en un desfile de victoria.

Hasta el lenguaje de Gore, retirado ya de la política, es infinitamente más agresivo que el de Kerry. Hace poco, el editor de The New Yorker, David Remnick, lo entrevistó en su casa de Nashville. La definición que Gore le dio de su adversario del año 2000 es ejemplar: "Yo no juzgo su inteligencia. Hay diferentes tipos de inteligencia y yo no soy quién para opinar sobre algo que me resulta ajeno. Sería un acto de arrogancia. Creo, sí, que Bush es un hombre débil. Su debilidad es de índole moral. Me parece un matón y, como todos los matones, es un cobarde cuando se enfrenta a lo que no puede controlar". Por eso, continuó, se muestra tan deferente con los poderosos grupos que lo han entronizado en la Casa Blanca.

Cuatro años más de Bush, entonces: a estas alturas ya es casi un hecho, a menos que los debates presidenciales que vienen den un vuelco inesperado al horizonte, o a menos -ése es otro factor- que las huestes de Bin Laden transfiguren la realidad como lo hicieron en Madrid el 11 de marzo.

En el eficaz discurso que dio en Nueva York cuando fue proclamado candidato a la reelección, soslayó con cuidado todo lo que podía ponerlo en aprietos. No mencionó a Corea del Norte, ni a Bin Laden, ni aludió siquiera a los mil muertos norteamericanos de una guerra que él mismo dio por terminada hace año y medio.

"La libertad no es el regalo que América le hace al mundo", salmodió, con esa entonación religiosa que se ha acentuado en sus últimos viajes de campaña. "Es el regalo que Dios Todopoderoso ha dado a cada hombre y a cada mujer en este mundo. Nueva York ha resucitado de sus cenizas", entonó. "Aquí, cuando los edificios cayeron, la nación se puso de pie".

¿Se dirá que su retórica es escolar? Lo es, pero quienes lo oyeron derramaron lágrimas y abrazan su causa como si fuera un acto de fe.

La balanza del mundo se inclina en un sentido u otro de generación en generación, y ahora parece estar cayendo hacia la derecha. En América Latina tal vez resulte incomprensible que la historia se torne conservadora cuando hay tanta desigualdad y miseria por reparar. Pero hace cuatro años, cinco jueces de la Corte Suprema declararon que la presidencia de los Estados Unidos había sido ganada por el candidato menos votado, y con ese solo gesto torcieron el rumbo de la historia.

Esos vientos soplan ahora donde quieren, y si bien todos oyen su voz y saben de dónde vienen, nadie -como dice el evangelio de Juan- puede hacer nada para detenerlos, aunque nos lleven hacia lo peor.

Tomás Eloy Martínez es escritor y periodista argentino, autor de La novela de Perón, de Santa Evita y de El vuelo de la reina. © Tomás Eloy Martínez. Distribuido por The New York Times Syndicate.

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