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La nueva asimetría del mundo

Daniel Innerarity

Muchas de las cosas que nos pasan parecen indicar que estamos entrando en una época caracterizada por una nueva asimetría, por un desequilibrio que resulta especialmente difícil de comprender y gestionar. Esta nueva zona de inestabilidad se hace patente en los fenómenos del terrorismo, la violencia y las nuevas guerras, que quizá hayan puesto fin al largo periodo de estabilidad de los Estados nacionales, tal como se configuró su equilibrio en la Paz de Westfalia, y que duró hasta el final de la guerra fría. Incluso los acuerdos de desarme eran entonces instrumentos para mantener una simetría que parecía resultar ventajosa para todos. En todo ese largo periodo ha habido, por supuesto, muchos desequilibrios y no pocas asimetrías (como las guerras coloniales), pero el mundo se mantuvo, al menos en Europa, dentro de un marco general de simetría. Sugiero que sigamos esta hipótesis y veamos si su desarrollo nos conduce a entender un poco mejor el mundo en el que vivimos. Comprender bien el sentido de los acontecimientos permite hacer mejores pronósticos y enfrentarse con mayor eficacia a su complejidad. Hasta podría proporcionarnos alguna idea para saber cuál puede ser la evolución de la resistencia iraquí, si es posible, y de qué modo, ganar la guerra al terrorismo, por qué Bush no sabe lo que está pasando o qué puede sucederles a otros terrorismos más cercanos.

Todas las diferencias entre las viejas y las nuevas guerras pueden agruparse, siguiendo la propuesta de Herfried Münkler, bajo la diferencia entre simetría y asimetría. Las guerras clásicas entre los Estados eran fundamentalmente guerras simétricas en las que se llevaba a cabo una violencia especialmente intensa sobre el campo de batalla, que se intentaba limitar a este escenario e impedir que se extendiera por espacios más amplios. La guerra clásica era simétrica no porque sus actores tuvieran la misma fuerza sino porque tenían el mismo rango: ser Estados. Esa igualdad de principio era el presupuesto de que los Estados se reconocieran como similares y aceptaran las normas mediante las cuales el derecho regulaba, con mayor o menor fortuna, las situaciones de paz y de guerra. El uniforme era la simbolización de esa simetría, por el que se distinguía a los combatientes de los demás y les daba a conocer como enemigos. La ritualización del alto el fuego y las negociaciones para la capitulación tenían el efecto de facilitar la disposición para negociar, de manera que no fuera necesario continuar con una guerra que se daba por decidida. No hace falta idealizar estas condiciones para reconocerles su validez general, entre otras razones porque lo así regulado no deja de ser un ejercicio de violencia brutal.

Que también estas cosas han cambiado es algo que resulta bastante claro desde las guerras recientes en Asia central o en el África subsahariana, así como desde que irrumpió entre nosotros el llamado terrorismo internacional. La mayor parte de los actos de violencia que caracterizan a las nuevas guerras, medidos con las normas y tratados internacionales, son delitos de guerra. Por eso las guerras suelen ahora concluir con tribunales específicos. Ya no puede decirse que la guerra es un enfrentamiento entre combatientes, cuando más del 80% de los muertos son civiles, cifra que a comienzos del siglo XX estaba en torno al 10%. Las nuevas guerras se caracterizan por una desmilitarización de la violencia, como lo muestra la creciente presencia de grupos paramilitares, la extensión de la práctica del secuestro a civiles o la aplicación sistemática de la violencia sexual.

Una de las características de las guerras asimétricas es que en ellas no hay propiamente batallas sino masacres; en vez de batallas decisivas que conducen a la capitulación y el acuerdo lo que hay son matanzas que llevan a la desesperación. Aquí está el núcleo de la diferencia entre guerras simétricas y asimétricas. Forma parte de ese carácter simétrico de la guerra tradicional finalizar el combate de modo que no se produzca una escalada de violencia. Las masacres se distinguen de las batallas por el hecho de que en ellas no se decide nada, no representan ningún avance en dirección a un cierre pacífico. Todo lo contrario: agudizan el deseo de venganza y aceleran ese círculo infernal que hiere cada vez más las estructuras de una sociedad. La masacre es un paso más en una violencia instalada; la batalla, al menos en su intención, constituye el principio del final de la guerra. Esta diferencia conduce a otra, de no menos actualidad, que permite entender la naturaleza de nuestros conflictos más enquistados: las guerras clásicas estaban pensadas para concluir; en las nuevas guerras, en vez de acuerdos de paz, lo que tenemos son procesos de paz, en las que ya no hay dos partes que concluyan una paz, sino un tercero que trata de motivarlos para que consideren la paz como algo más atractivo que la guerra.

Las constelaciones simétricas se caracterizan porque en ellas la capacidad de matar y ser matado está tendencialmente repartida por igual. La asimetría suprime radicalmente este equilibrio: una parte pretende llevar a la otra a una posición de completa inferioridad, incluso indefensión. Donde mejor se ejemplifica esta asimetría es en el desequilibrio que representan los atentados suicidas. Y es que forma parte de la simetría del combate suponer que el enemigo, aunque realice acciones que ponen en peligro su vida, no quiere morir. Ahora bien, quien no se contenta con el riesgo normal del combate y decide morir obtiene unas ventajas estratégicas que le convierten en un enemigo muy difícil de neutralizar. La conducta de un combatiente del que se supone que no quiere perder su vida en el intento es calculable; un enemigo suicida introduce un desequilibrio imponderable, una asimetría radical. Como decía James Baldwin, "la creación más peligrosa de una sociedad es la de un hombre que no tiene nada que perder".

Otra de las propiedades que se observan en las guerras asimétricas es una tendencia a considerar al enemigo vencido como un trofeo. Este tipo de exhibición representa la antítesis respecto del derrotado, tal como se exige (aunque casi nunca se cumpla plenamente) en los códigos tradicionales de la guerra. La humillación y el trato vejatorio hacia los presos de la cárcel de Abu Ghraib en Bagdad quiebran, desde luego, cualquier norma de derecho militar. Pero lo más elocuente es que tales actos se hayan fijado en fotografías.Que haya imágenes quiere decir que en este caso no se trataba únicamente de torturar (lo que es tan habitual como repugnante en un conflicto de esta naturaleza). Documentar esas formas de tortura en fotografías y con tales gestos por parte de los soldados americanos muestra hasta qué punto han interiorizado la lógica asimétrica del trofeo.

Para realizar alguna previsión acerca del posible curso de estos conflictos hay que hacerse cargo de otra asimetría que tiene que ver con los recursos para conseguir la victoria. Quien tiene la supremacía militar intenta acortar el tiempo de la guerra y el número de bajas propias. Esta urgencia tiene que ver con el hecho de que en las sociedades posheroicas -es decir, compuestas por individuos a los que les resulta difícil justificar en principio que una vida humana pueda subordinarse a una victoria bélica- gana terreno una mentalidad a la que cada vez resultan más extraños los valores guerreros y los imperativos de la supervivencia. Por eso los americanos no han enseñado a sus muertos. Las sociedades menos desarrolladas tienen, en cambio, una mayor capacidad de aguante. Pueden alargar la guerra y tratar de ganar así en la dimensión del tiempo, del que sus adversarios no disponen. Para unos el tiempo corre a su favor y para otros en su contra. Sólo las sociedades heroicas están en condiciones de sostener una guerra de guerrillas. Contra la capacidad de aceleración de un enemigo tecnológicamente superior lo único que pueden hacer es desacelerar el curso de la guerra. Incapaces de decidir la guerra a su favor por medios militares, la transforman en un proceso de desgaste y desistimiento. Las formas recientes de terrorismo son variantes de dicha estrategia para transformar la desigualdad en una ventaja.

La reciente guerra de Irak es un buen ejemplo de esto último. Los estadounidenses esperaban que una guerra para la que partían con una superioridad asimétrica pudiera concluirse con el modelo de una guerra simétrica, o sea, con capitulación y tratado de paz. Nada más ilusorio. Tras la rápida victoria de los americanos en el periodo de la invasión, la guerra cambió su naturaleza y donde antes había dominado la asimetría de la fuerza se impuso la asimetría de la debilidad. Esta alteración de las condiciones se puede ejemplificar en el desplazamiento de la superioridad respecto de la información. Si en un primer momento eran superiores los americanos, cuyos sistemas de tecnología avanzada permitían un control completo del campo de batalla, mientras que el enemigo estaba ciego y sordo en sus escondites, la situación cambió en el momento en el que los invasores se instalaron en el país y se hicieron cargo de la seguridad y el abastecimiento. A partir de entonces los soldados que custodiaban los edificios o los transportes se convirtieron en un blanco fácil para un enemigo que salía de la clandestinidad. Desde el principio estuvo claro que los grupos de resistencia iraquí nunca estarían en condiciones de vencer militarmente a los ocupantes; lo único que podían hacer era provocarles un número de bajas que los americanos no pudieran asimilar políticamente. Lo decisivo en esta forma de asimetría no era la intensidad de la guerra sino su duración.

Para que una resistencia orientada a la duración tenga éxito es fundamental que los enemigos no disponga de la misma cantidad de tiempo, que uno de ellos tenga más resistencia que otro. Si lo característico de las guerras simétricas era que los enemigos tenían unas capacidades similares tanto por lo que se refiere a la intensidad como respecto de la duración, es propio de las guerras asimétricas que ambas capacidades se hayan desarrollado de diferente manera: una parte es muy capaz de aplicar intensivamente la fuerza, pero sólo durante un tiempo limitado, mientras que para la otra es todo lo contrario.

La inversión de tiempo que, en una guerra de partisanos, podría proporcionar la victoria a los combatientes con inferioridad técnica únicamente puede darse en una sociedad con gran capacidad de sufrimiento. Sólo las sociedades heroicas están en condiciones de llevar a cabo una guerra en condiciones de debilidad asimétrica (por cierto que ésta es una de las razones por las que el terrorismo en Euskadi no puede durar mucho: el conflicto sobrevive artificiosamente en medio de una sociedad en la que hace tiempo entraron en descrédito los valores guerreros); las sociedades posheroicas únicamente irán a la guerra en una posición de superioridad asimétrica, que minimice las pérdidas propias y decida a su favor la guerra en un breve plazo de tiempo. Desde el final del conflicto entre el Este y el Oeste, toda la sofisticación del armamento en el mundo occidental ya no ha tenido la función de mantenerse en equilibrio frente a un enemigo simétrico, sino que trataba de alcanzar la mayor superioridad posible frente a las sociedades heroicas.

No estoy completamente seguro de que este análisis sea correcto, pero sí de que muchos errores políticos se cometen por haber entendido mal lo que había que solucionar. Comprender bien los términos del problema es ya la mitad de la solución. Y como ocurre con tanta frecuencia, las soluciones más firmes y decididas no son siempre las mejores; a veces, la firmeza es tanto mayor cuanto más profunda es la perplejidad que los actores políticos tratan de disimular.

Daniel Innerarity es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza.

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