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Un gendarme mundial para el siglo XXI

Todo el mundo está de acuerdo en que hay que reformar el Consejo de Seguridad, pero es difícil encontrar dos países que piensen lo mismo sobre su reforma. En 1945, justo al final de la Segunda Guerra Mundial, la Conferencia de San Francisco decidió crear un Consejo con competencias inéditas en la historia: mantener la paz, incluso a través de medidas coercitivas contra los Estados. En aquel momento, el Consejo de Seguridad tenía once miembros, cinco de ellos permanentes con derecho de veto (China, Estados Unidos, Francia, URSS, luego sucedida por Rusia, y Reino Unido), lo que provocó un bloqueo durante la guerra fría. En 1963 se aceptó la ampliación de once a quince miembros porque la descolonización había multiplicado el número de Estados. Los miembros fundadores de Naciones Unidas en 1945 eran 51, mientras que en 1963 la organización alcanzaba los 110 Estados.

Hoy Naciones Unidas cuenta con 191 miembros tras la incorporación de Suiza y de Timor Oriental en 2002, lo que justifica aumentar el Consejo actual de quince. Muchos Estados creen que no participan lo suficiente en sus deliberaciones, y sobre todo los países del sur estiman que está dominado por las potencias industrializadas del norte.

Tras la crisis de Irak, en septiembre de 2003, el secretario general de Naciones Unidas inició un proceso para adaptar la ONU a las nuevas circunstancias y hacerla más efectiva contra las verdaderas amenazas. Kofi Annan creó un panel de 16 personalidades (véase www.un-globalsecurity.org), que hará público su informe el próximo 1 de diciembre. Aunque el propósito central de este grupo no es pronunciarse sobre la reforma institucional, parece evidente que sus trabajos abrirán un debate sobre la reforma del Consejo de Seguridad.

Muchos son los candidatos a un asiento permanente. Alemania y Japón han lanzado sus campañas para conseguirlo. India parece un candidato obvio, pero siempre contará con la competencia de Pakistán, e Indonesia aspirará a un puesto. En América Latina, Brasil es el pretendiente mejor situado, aunque con 105 millones de habitantes México también cuenta. Por lo que se refiere a África, Egipto, Nigeria y Suráfrica podrían entrar con ventaja en las negociaciones.

Una posible solución ante tantos aspirantes es crear nuevos puestos semipermanentes rotatorios en los que los Estados más importantes de cada región geográfica pudieran servir en turnos de dos años, junto a nuevos asientos no permanentes que serían accesibles, como ahora, para los demás Estados, lo que llevaría a un Consejo de 24-25 miembros. El derecho de veto, en cambio, no debería extenderse más allá de los cinco históricos, por la sencilla razón de que el veto entorpece enormemente el trabajo del Consejo.

La reforma no debería limitarse, sin embargo, a la ampliación, sino que tendría que reforzar las funciones del Consejo de Seguridad. Según la Carta de Naciones Unidas, los miembros no permanentes se eligen por su contribución al mantenimiento de la paz y a los otros principios de la ONU. Los países europeos, que juegan un papel central en su financiación y funcionamiento, deberían insistir para que este principio se respetara de manera escrupulosa. Esto permitiría que miembros de la Unión Europea como Alemania (si no es aceptado como nuevo permanente), España, Italia (e incluso Turquía en el futuro) entren con más frecuencia en el Consejo. Para establecer un cierto orden en los asuntos mundiales, es necesario un gendarme activo en la prevención de conflictos y atento a las violaciones graves de derechos humanos. La presencia de las potencias democráticas medias, que rechazan los usos ilícitos de la fuerza, es crucial en este sentido.

España, miembro del Consejo durante el bienio 2003-2004, no ha definido todavía una posición sobre su reforma. El ministro de Asuntos Exteriores ha dicho recientemente (entrevista en EL PAÍS el 6 de septiembre) que España apuesta por un multilateralismo eficaz en cuyo centro se encuentra Naciones Unidas. Pero la única forma de realizar ese objetivo es trabajando con los socios de la Unión Europea. En efecto, resulta prematuro hablar de un asiento para la UE en el Consejo pero, cuando exista una posición común, los europeos podrían hablar con una sola voz.

Desde su entrada en Naciones Unidas en 1955, España ha estado en el Consejo de Seguridad durante los bienios 1969-70, 1981-82, 1993-94 y 2003-04, lo que significa una presencia cada diez años desde la instauración de la democracia. Teniendo en cuenta su talla, proyección internacional y contribución al presupuesto de Naciones Unidas, España debería aspirar a una participación todavía más frecuente en un Consejo ampliado, aunque esto suponga una responsabilidad mayor para nuestra política exterior y de defensa, a la que habrá que hacer frente.

Ahora bien, a la hora de planear la reforma del Consejo, sería erróneo enfocarla como un concurso de presencia entre los distintos candidatos europeos. Todos los miembros de la UE se encuentran en el mismo barco y, en vez de competir entre ellos, deberían concentrarse en conseguir una mejor aplicación de las normas de la Carta, un menor uso del veto y una mayor eficacia de la única institución dedicada a mantener la paz y la seguridad internacionales.

El caso de Irak demuestra que lo realmente importante para la paz es que el Consejo respete los fines para los que fue creado, y no los Estados que lo componen. En aquella crisis imperó el sentido común, al no alcanzarse los nueve votos requeridos para autorizar la intervención ilícita e inmoral que quería el Gobierno del presidente Bush. En este caso, tristemente, no fueron Estados Unidos o España quienes mantuvieron los principios internacionales, sino el sistema de seguridad colectiva, el cual, aunque no pudo evitar la guerra, al menos no la respaldó y la situó fuera del marco legal internacional.

Lo que se juega con una reforma del Consejo de Seguridad que regirá hasta bien entrado el siglo XXI es la defensa eficaz de valores y principios globales con los que los europeos se han comprometido. Para ello es preciso establecer un Consejo representativo, con mayor presencia de los Estados que cumplen los propósitos de Naciones Unidas, y dotado de los instrumentos necesarios para asegurar el mantenimiento de la paz. En un mundo inseguro, en el que no sólo el terrorismo amenaza nuestra civilización sino también las tentaciones neocolonialistas de algunos países ricos, ya no hay ningún Estado que garantice el orden por sí solo; la única esperanza es todo un sistema internacional de vigilancia mutua, en el que la transparencia y el debate democrático son imprescindibles.

Martín Ortega Carcelén es investigador en el Instituto de Estudios de Seguridad de la UE en París.

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