El escapista y su personaje
Camacho abandonó el Madrid con la urgencia que le caracteriza, la de un entrenador en perpetuo estado de agitación. Su renuncia tiene que resultarle doblemente dolorosa. En el lado personal afectará a sus vínculos afectivos con el Madrid. Por el lado profesional puede interpretarse como un ejercicio de máximo honestidad o de máxima irresponsabilidad. O las dos cosas a la vez, por difícil que parezca. No hay nada más honesto que aceptar la incapacidad personal para dirigir un equipo. Camacho habló ayer de las insalvables dificultades que tiene para conducir al Madrid. Pero añadió algo que rebaja el crédito de la pretendida honestidad en su renuncia: no hay manera de que el equipo haga en los partidos lo que yo practico en los entrenamientos. Es decir, no se designó incompetente. Atribuyó las culpas a terceros, a los futbolistas. Camacho ha tirado a los jugadores al tren. Lo ha hecho en vísperas del temible partido con Osasuna, equipo que en la anterior temporada derrotó al Real Madrid en el santiago Bernabéu, donde esta noche no jugarán Salgado, Samuel y Zidane, entre otros. Este Madrid extremadamente debilitado llega al encuentro sin su entrenador, que se borra y pone a los jugadores en el punto de mira de la hinchada. Camacho, que gasta fama de bravo, no ha querido compartir el duro trance con su equipo.
Es cierto que el Madrid no es un club sencillo y que su actual equipo padece defectos estructurales de gran calado. Es un equipo envejecido, con un fútbol cada vez más empachoso y con unos jugadores que, en muchos casos, no se distinguen por la solidaridad en el campo. No falta un buen número de caprichosos y consentidos, tolerados por el presidente. Con esta colección de prima donnas tuvieron que bregar Del Bosque y después Queiroz. Camacho sabía dónde entraba cuando aceptó la oferta. Viejo madridista, con contactos muy importantes en el club, puede sentirse cualquier cosa menos engañado. Camacho tenía un desafío enorme: reconducir al Madrid por un camino diferente. Se supone que es el trabajo de los entrenadores. Para eso se les contrata. Para eso y para asegurarse un poco más el triunfo en las elecciones, le reclamó Florentino Pérez. Y Camacho aceptó, con alguna consideración añadida. Bendijo el fichaje de Samuel, abogó por la renovación de Roberto Carlos, desestimó la contratación de Xabi Alonso, prefirió a Morientes que a Portillo y señaló a Woodgate como el segundo central que necesitaba. Todas sus decisiones no merecen un veredicto. No ha dado tiempo a juzgarlas. Lo ha impedido el propio Camacho con su dimisión después de cuatro partidos oficiales. Camacho tenía un gran desafío enfrente y lo ha evitado flagrantemente. No ha querido atravesar por la crudeza de una temporada en el club más exigente del mundo, con sus miserias, sus dramas y su fascinante relación con el éxito y el fracaso.
Camacho pertenece a una pequeña raza de entrenadores obsesionados con cultivar su personaje. Durante los últimos años se ha convertido en el guiñol de su guiñol, el hombre que dice verdades como puños, que transmite los valores más sagrados de la tribu madridista, el héroe de una forma telúrica de entender el club. Todo este entramado le ha dado popularidad y grandes apoyos en el periodismo y los aficionados. Discurso no se le conoce ninguno. Incapaz de articular dos frases, su relación con los jugadores se establece a través de la histeria, salpicada con una dosis de campechanismo. Debajo se esconde un entrenador de tendencias escapistas, posiblemente aterrorizado con la idea de dirigir al Madrid. Dos veces ha estado al frente del equipo, primero con Lorenzo Sanz, después con Florentino Pérez. Su carrera se reduce a cuatro partidos oficiales. En las dos ocasiones dimitió.
Quizá a Camacho le aterra el Madrid porque le pone a prueba más que ningún otro club en el mundo y porque, en caso de desastre, devaluaría su condición de héroe. Para un hombre tan atento al personaje que ha creado, el vértigo de la exigencia y del descrédito debe resultarle insoportable. Por extraño que parezca, le resulta más rentable y satisfactorio abandonar el Madrid en la tercera jornada, entre grandes golpes de pecho y una andanada a los jugadores, que afrontar una temporada que iba a medirle por fin como entrenador para un gran proyecto. Si eso supone colocar al Madrid en una crisis sin precedentes -no se conoce ningún entrenador que haya abandonado el club con tanta rapidez-, si la decisión consagra la idea del técnico que traspasa toda la responsabilidad de las decepciones a los jugadores y al presidente, si la renuncia cuestiona su capacidad para dirigir cualquier equipo con pretensiones, a Camacho le importa poco. Vuelve a ese lugar seguro, donde se siente intocable, como valedor de los viejos valores del Madrid. Valores, por cierto, que acaba de vulnerar de manera asombrosa.
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