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La gracia de conceder la gracia

Resumen de lo sucedido: el pasado verano los ciudadanos italianos descubrieron con estupor que las máximas autoridades del Estado desconocían a quién correspondía la institución de la gracia. En otras palabras: ¿quién tiene la capacidad de conceder la gracia a un condenado en Italia? El problema nació (porque al parecer nunca antes se lo había planteado nadie y la gracia había sido siempre prerrogativa de los presidentes de la República) a propósito de una eventual concesión de la gracia a Sofri, Bompressi y Pietrostefani. Aunque las líneas generales de este caso judicial (del que ya me he ocupado en otras ocasiones) son de sobra conocidas y han sobrepasado las fronteras italianas, me permito recordar a los lectores españoles que se trata de tres antiguos dirigentes de extrema izquierda de los años sesenta que fueron condenados a una pena de 22 años de prisión por un asesinato cometido en aquel conflictivo periodo, sobre la única base de la confesión contradictoria de un arrepentido y después de una insólita serie de juicios y contrajuicios (una decena) durante los años ochenta y noventa, en el curso de los cuales llegaron incluso a ser absueltos.

Pues bien, los avatares de la cuestión de la gracia a propósito de este caso dan buena muestra (una más) del actual estado de las cosas en la política italiana. Vayamos por partes. Apenas surgida la cuestión, se manifestó de inmediato el ministro de Justicia, el ingeniero Castelli, quien hizo saber que sin su beneplácito no había gracia que se sostuviera. A continuación, interpelado por la prensa, el presidente emérito de la Corte Constitucional expresó la siguiente opinión: desde que Italia es una República, la gracia corresponde al presidente de la República. Al día siguiente, sin embargo, con una nota oficial, el profesor Gifuni, prestigioso consejero de la Presidencia de la República, hizo saber que había localizado un parágrafo de la Constitución según el cual sin el dictamen favorable del Ministerio de la Justicia no podía concederse la gracia.

El extraño asunto prosiguió con la genial ocurrencia de algunos parlamentarios de pergeñar una ley, en virtud de la cual se corroboraba legalmente que la función de conceder la gracia corresponde a Ciampi, es decir, que éste es, sustancialmente, un presidente de la República a todos los efectos. La ley tranquilizó de tal forma a Ciampi acerca de sus competencias que, abandonando su consueta cautela, hizo saber a la prensa que si la ley se aprobaba concedería la gracia a Sofri, Bompressi y Pietrostefani. Pero lo que ocurrió fue que la propuesta fue liquidada en el Parlamento precisamente por la coalición gobernante, es decir, por "los amigos de los amigos" de Sofri (dado que en las filas de Forza Italia abundan ex dirigentes de extrema izquierda reconvertidos ideológicamente), y eso que el propio Berlusconi, apenas unos meses antes, había declarado no sin clamor que era decididamente partidario de conceder la gracia a Sofri. Lo que se dice ser hombre de palabra. En cambio, quien se tomó este asunto muy en serio fue Marco Pannella, exigiendo que se le explicara por qué y desde cuándo el presidente de la República no tenía ya la facultad de conceder la gracia. Lo intentó de todas la maneras, llegó incluso a ayunar, pero en vano. El caso era que se sabía dónde estaba Sofri -en la cárcel-, pero no se sabía dónde estaba la gracia, o por qué se había deslizado entre las rudas prerrogativas del ingeniero Castelli.

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Y así llegamos al episodio actual del drama de estos tres condenados, con quienes la clase política dirigente italiana parece divertirse como en el circo. Episodio que podría resumirse así: "A Sofri y a sus compañeros no les es concedida la gracia porque no la piden", o más sintéticamente: "Si Sofri quiere la gracia, que la pida". Falso argumento, que es prueba ulterior de la inmadurez de nuestras instituciones y que corre el riesgo de difundirse desorientando aún más a Italia. A semejante argumento, que juega con el precario estado de salud de la información que aqueja a nuestro país, podría replicarse que los abogados y la familia de Bompressi hace ya tiempo que solicitaron la gracia por las condiciones de salud del condenado, quien, convertido en una sombra viviente, ha sido trasladado de la cárcel al hospital con 35 kilos de peso y el goteo en el brazo. Solicitud, por cierto, que fue rechazada por la secretaría del ingeniero Castelli. Sin embargo, dado que se trata de los mismos políticos que invocan para la Constitución europea una referencia a las raíces cristianes sin tener, según parece, las ideas claras acerca del cristianismo, no estará de más aclararles qué aspecto del cristianismo ha pasado a nuestro sistema jurídico. Cuál es, en otras palabras, el significado de la gracia.

La gracia (chàris en griego, hesed en hebraico) es un término con el que se indica en el Antiguo Testamento una suerte de benevolencia especial, de favor de Dios hacia el pueblo de Israel. Fue Pablo quien la introdujo en el cristianismo, atribuyéndosela a Cristo y, por tanto, a la Iglesia fundada sobre Cristo que Pablo pretendía instituir. Al convertirlo en un término eclesial, Pablo tradujo en términos prácticos la idea de gracia, haciéndola así sistemática. Si se me permite la comparación, Pablo es algo así como el Lenin de la situación respecto a las teorías de Marx: un albañil. Quien atribuyó en cambio a la gracia una dimensión sublime y misteriosa fue san Agustín, pues en sus Confesiones habla de la superioridad de la gracia por encima de todo mérito humano y de lo insondable de la voluntad divina que la dispensa. Una dimensión salvadora y redentora, don divino no comprensible por la humana inteligencia.

La gracia entra en el iure con este sentido. La gracia es un don y, en cuanto tal, no se pide, se recibe. Porque si alguien pide un regalo, éste deja de serlo automáticamente. El regalo es gratuito, espontáneo, no solicitado. Depende únicamente de la iniciativa de quien hace ese regalo, que puede, incluso, verse rechazado. Y es también algo absolutamente distinto de un acto de clemencia, porque la clemencia atañe a los soberanos absolutos, que a menudo la ejercitan sólo para hacer ver a sus súbditos lo clementes que son. De hecho, la gracia no pertenece al ámbito de la justicia, porque va más allá de la justicia y por ello se confía a alguien que (aunque sea sólo simbólicamente) está en una situación más elevada que los demás, incluso que los jueces. Y nótese que éste no prevarica contra los jueces ni éstos pueden prevaricar en su perjuicio, porque, si quien puede condenar (los jueces) no puede conceder la gracia, del mismo modo quien tiene la facultad de conceder la gracia no puede infligir condenas como los jueces. Es, en definitiva, el poder de quien no tiene un efectivo poder más allá del moralmente altísimo de ser el primus inter pares. Es una pena que quien tiene ese poder en Italia se lo esté sacudiendo de encima, casi como si tuviese miedo, delegándolo en quien de la gracia tiene una idea contable, funcionarial, burocrática. La gracia del libro de caja.

Antonio Tabucchi es escritor italiano. Traducción de Carlos Gumpert.

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