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Elogio del maestro

Determinadas palabras de nuestro léxico habitual gozan de un prestigio especial. Medimos su utilización y hasta las pronunciamos con cierta emoción. Tal sucede con el apelativo "maestro". La reservamos para el reino del arte. Cuando nos dirigimos a un director de orquesta o a un compositor de música sinfónica. En el lenguaje taurino sólo es maestro el matador de toros. Cuando nos dirigimos a ellos somos conscientes de que penetramos en la región de lo extraordinario, de lo genial, de una profesión profundamente vocacional y de aptitudes misteriosas. Educar es un misterio y el educador llega a ser el maestro de ese arte tan difícil que consiste en ayudar a desarrollar la personalidad de los humanos.

Yo no puedo hablar del maestro sin recordar a mis padres. Los dos "ejercieron", por utilizar un verbo del argot profesional, durante toda su vida con entusiasmo y dedicación exclusiva. En casa no se oía hablar de otra cosa que de sus experiencias e ideales pedagógicos. Las horas extraescolares eran para las asociaciones de maestros o para seguir dedicándose a la formación de adultos. Mi madre que llegó, con gran lucidez, hasta los 98 años, movió Roma con Santiago para seguir en la escuela pública después de la jubilación forzosa, cumplidos los 70 años. Se enfadaba con los que sustituían el prestigioso nombre de "maestros" por el más sindicalista de "trabajadores de la enseñanza".

La educabilidad del alumno es una categoría esencial del ser humano, como pensaba Pedro Poveda siguiendo la pedagogía de Johan Friederich Herbart. "De la educabilidad evolutiva se encuentran rasgos en los animales más nobles, pero la educabilidad de la voluntad para la moralidad sólo la reconocemos para el hombre" (Herbart). El niño necesita para crecer, además de los cuidados físicos de los demás, la presencia, la acogida y la seguridad afectiva. Ésta surge en el encuentro, primero con sus padres y después con el educador. Aquí es donde el maestro se mide con la grandiosa proeza de su arte. Porque los niños son seres sociales libres, cuya libertad constituye el ingrediente esencial de su socialización.

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Educación viene de edutio, de sacar una cosa de otra, de convertir una cosa menos buena en otra mejor. En la pedagogía vitalista de Ortega y Gasset el educador tiene que prestar atención prioritaria a la vida en cuanto fuerza creadora, en cuanto sustrato biológico del que proceden todos los impulsos y las energías que llevan al hombre a actuar. Si queremos tener una cultura dinámica, que realmente sea plenitud humana, hay que centrarse en el estudio, análisis y potenciación de esa vitalidad primaria que, como explosión de sí misma, generará nuevas formas de cultura. No hay que dejar al niño a su libérrimo desarrollo, no hay que imitar los procesos de la naturaleza; las acciones educativas son acciones intencionales reflexivas, tras la consecución de una meta: cooperar técnicamente en la maximización del potencial vital más profundo de los niños.

Desde John Dewey (1859- 1952) se viene luchando contra los dualistas que oponen mente y mundo, pensamiento y acción. Tras dedicar mucho tiempo a observar el crecimiento de sus propios hijos, Dewey estaba convencido de que no existía diferencia apreciable en la dinámica del aprendizaje entre los niños y los adultos. Estaba convencido de que los niños no llegan a la escuela como limpias pizarras pasivas en las que los maestros pudieran escribir las lecciones de la civilización. Cuando el niño llega al aula "ya es inmensamente activo y el cometido de la educación consiste en tomar a su cargo esta actividad y orientarla". El niño también lleva consigo intereses y actividades de su hogar y del entorno en que vive y al maestro le incumbe la tarea de utilizar esta "materia prima" orientando los infantiles intereses hacia resultados positivos.

Nada más admirable y misterioso que el encuentro del maestro con el niño. Respetar y poner en juego su libertad sin abandonarlo a su libérrimo desarrollo. Ese encuentro es posible porque el niño es educable y la acción educadora a fondo es capaz de emancipar las conciencias. Francisco Giner de los Ríos, persona profundamente religiosa (aunque no confesional), afirmaba en los primeros años de su formación como educador que "sin espíritu religioso, sin levantar el alma del niño al presentimiento siquiera de un orden universal de las cosas, de un supremo ideal de la vida, de un primer principio y nexo fundamental de los seres, la educación está incompleta, seca, desvirtuada, y en vano pretenderá desenvolver integralmente todas las facultades del niño e iniciarlo en todas la esferas de la realidad y del pensamiento" (Giner, VII-76).

El elemento básico y que más hay que cuidar es el maestro. Las reformas no las hacen las leyes, sino los maestros, los profesores. Hay que confiar en ellos como educadores auténticos, que tengan un nivel cultural bastante alto, que sean honestos y ganen un sueldo digno de la gran función que se les encomienda; de tal manera que nadie, llámese Estado, municipio o sociedad, les despoje de su dignidad. De modo especial deben ser considerados los maestros de la escuela rural ¿Por qué no compensar a estos maestros si asumen la función añadida y transcendental que pueden realizar, si residen en el mismo pueblo, dentro de la estructura social de las pequeñas poblaciones?

Una persona que se dedica a la educación no es sólo un técnico y mucho menos un simple funcionario. La enseñanza es una práctica de comunicación e intercambio social. No puede encerrarse ni termina su función en los muros de la escuela. Necesita respirar con el conocimiento de las familias, con la contribución organizada y cooperadora de todo el barrio o el municipio. Hay que transformar la escuela en comunidad de aprendizaje y aquí tienen que contribuir decididamente las administraciones territoriales. La ordenación del territorio depende del desarrollo humano y en esta tarea el maestro es una pieza clave.

Enseñar no es un oficio; es una vocación. Sólo los iluminados, los que poseen un alto sentido de la vida y de la sociedad son capaces de llegar a ser educadores. Me sumo, con todo el alma, a este merecido homenaje al maestro que nos propone la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción. Estoy convencido de que la educación es el arma más poderosa contra esa lacra que arruina tantas vidas.

José María Martín Patino es presidente de la Fundación Encuentro.

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