Exaltación de la quimera
John Ruskin flotaba detrás (con su idea de que los trabajadores de las fábricas debían oír música durante su jornada laboral) y después se aproximaría el otro gran teórico del arte inglés, en la segunda mitad del XIX, Walter Pater, maestro de Wilde. Antes, aún antes, estuvo la obra de William Blake, pintor y poeta, místico y artesano
La Hermandad Prerrafaelita se fundó en Londres en 1848. Era la primera respuesta idealista y moderna (aunque pareciese ir en sentido contrario) al orbe filosófico del positivismo -plasmado en el realismo literario- y al incipiente pero muy eficaz industrialismo de la Gran Bretaña victoriana, dueña del mundo y llena de pobres. Con los prerrafaelitas -que se quieren herederos de la pintura anterior a Rafael, aunque eso sea sólo un dato o un teorema- surge lo que terminaría llamándose (despectivamente por alguno) pintura literaria. O sea, una pintura no sólo narrativa o lírica sino contenutista. No sólo importa la forma -que también- sino lo que tales líneas sugieren o evocan. Pioneros de la gran corriente de la pintura simbolista y también del diseño moderno, no es de extrañar que algunos de los más destacados prerrafaelitas no sólo fueran pintores. Dante Gabriel Rossetti (hijo de un político italiano exilado) es uno de los mejores poetas de la época; y con Swinburne, el que provocó -por sus textos sensuales, también es muy sensual su pintura última- el que el crítico Buchanan hablara de una fleshly school of poetry, escuela carnal de poesía... Pero si Rossetti fue un gran poeta, William Morris fue un magnífico prosista, uno de los padres del socialismo utópico, y creador de ficciones tan sugestivas como Noticias de ninguna parte.
Si los temas de la pintura prerrafaelita empiezan aparentemente ensalzando las bellezas hondas de una Edad Media arcádica, esa supuesta realidad idílica pronto se vuelve sueño, cuando entran las leyendas artúricas (La reina Ginebra de Morris, El hada Morgana de Frederick Sandys) y enseguida -un tanto anacrónicamente- los temas de ciertas obras literarias (Ofelia de John Everett Millais) o los ideales clasicistas y andróginos de Edward Burne-Jones. Pronto, pues, ante el secreto o no tan secreto terror de los constructivos burgueses victorianos, la Arcadia medievalizante se irá convirtiendo en una potencial Babilonia. Para protestar contra la vida del ejecutivo -diríamos hoy- surge el decadentismo: un apetito de muerte y transgresión, que no es sino la evidente petición de un mundo distinto, de una sociedad diferente. Los más avanzados prerrafaelitas se vuelven sacerdotes de cultos prohibidos, mientras su propia vida (Rossetti o Simeon Solomon) se marca en el exceso. El andrógino es un ideal de cultura y de metamorfosis, y al androginismo aspira la clásica masculinidad de Burne-Jones (por ejemplo en Las profundidades del mar). Aunque quizá el más claro signo de la "malignidad" transgresora que se iba adueñando del arte prerrafaelita estaría en Rossetti. Si Millais empezó con la idílica escena de Cristo en casa de sus padres para continuar con hermosas muertas en el agua (Ofelia o La dama de Shalott), Rossetti empieza por una ingenua Juventud de la Virgen María para adentrarse más tarde en mujeres llenas de sensual misterio, entre verdeantes sombras, como la Astarté Siriaca o su famoso Beata Beatrix que retrata a su amante muerta. El caramillo del pastor, en el calor estivo, ha despertado a Pan y a los faunos. Parece un arte de ensueño (y lo es ) siendo además un arte transgresor y revolucionario.
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