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Nueva York, Bali, Madrid y Beslán

Fernando Reinares

Nueva York en septiembre de 2001. Bali en octubre de 2002. Madrid en marzo de 2004. Beslán al iniciarse este mismo mes de septiembre. Cuatro lugares y cuatro fechas que rememoran de inmediato otros tantos incidentes terroristas muy significativos y extraordinariamente cruentos. Una trágica secuencia intercalada a su vez de numerosos atentados más, aunque de menor alcance y magnitud, ocurridos durante los tres últimos años en sitios del mundo igualmente muy distintos y distantes entre sí. ¿Qué rasgos básicos tienen en común aquellos y otros tantos sucesos de características similares registrados a lo largo de este tiempo? ¿Qué nos indica cada uno de esos dramáticos acontecimientos por separado sobre el alcance y la evolución del fenómeno terrorista?

Pese a que en ninguno de los episodios aludidos se han utilizado armas no convencionales, todos ellos denotan un terrorismo extraordinariamente letal e indiscriminado. A este respecto, huelga cualquier comentario sobre los atentados megaterroristas de aquel 11 de septiembre. Quienes cometieron el de Bali habían planeado hacerlo un día antes, pero acudieron a la discoteca y les pareció que aún podría estar más concurrida, por lo que decidieron intentarlo la siguiente noche, con catastróficos resultados. En Madrid, los terroristas colocaron diez artefactos explosivos en igual número de vagones de hasta cuatro trenes diferentes y trataron de sincronizar los estallidos coincidiendo con su tránsito a hora punta en determinadas estaciones del recorrido, sin otro propósito que maximizar la cantidad de muertos. Los rehenes de Beslán ya no eran militares o policías, ni siquiera civiles adultos, sino centenares de niños.

Estas sobrecogedoras pautas de victimización, cuya cadencia venía observándose desde los años noventa y hace más verosímil que nunca antes el eventual uso terrorista de componentes químicos, biológicos, radiológicos o nucleares, obedecen a variables estratégicas e ideológicas. Por una parte, a la asimetría del conflicto en que los propios terroristas creen estar implicados. De otro lado, a la influencia de actitudes y dogmas carentes de inhibiciones morales para el homicidio en masa. Como las que en nuestros días hacen suyas unos fundamentalistas islámicos de orientación neosalafista y belicosa, decididos a imponer coactivamente sus convicciones religiosas y normas de vida, aun a costa de perder la suya propia en el intento. De hecho, a menudo se convierten en bombas humanas o terroristas suicidas. Más concretamente, son individuos integrados de una u otra manera en las actuales redes del terrorismo global. Una nebulosa urdimbre cuyo núcleo fundacional y de referencia es Al Qaeda, estructura terrorista asociada desde finales de la pasada década con cerca de treinta grupos armados islamistas de ámbito local o regional, pero que en la actualidad incluye también una multiplicidad de células que se autoconstituyen inspiradas por los dirigentes de aquella y que han proliferado en los últimos años.

En mayor o menor grado, las partidas de individuos que intervinieron en la preparación o ejecución de aquellos cuatro atentados especialmente atroces a los cuales vengo aludiendo reflejan en su composición interna la naturaleza transnacional y multiétnica propia de las elusivas redes del terrorismo global, extendidas en no menos de cincuenta o sesenta países, en el mundo árabe e islámico al igual que en otras sociedades, y probablemente en hasta una veintena más. Entre los terroristas de Bali o Beslán predominan sin embargo los varones autóctonos, ideológicamente radicalizados en su inmediato entorno indonesio por lo que se refiere al primer caso y tanto dentro como fuera del territorio checheno en lo que atañe al segundo. Ahora bien, el perfil sociológico de los terroristas que perpetraron los atentados de Nueva York y Madrid es más inquietante si se considera desde una perspectiva atenta a los problemas que conlleva la gestión de sociedades occidentales crecientemente multiculturales.

Esa caracterización corresponde básicamente a la de inmigrantes varones de primera generación, de entre veinte y raramente cuarenta años, que abandonaron sus lugares de nacimiento por motivos de estudio o trabajo, según sea la clase social o el país de procedencia. Existen notables diferencias, por ejemplo, entre dejar atrás familias acomodadas o en situación de privación, la Península Arábiga o los países del Magreb. Pese a disponer de una educación superior a la media entre su población de origen, provenir en no pocas ocasiones de estratos medios o tener escasa formación religiosa, la ausencia de una efectiva integración en las sociedades receptoras parece haber facilitado su proceso de radicalización a partir de un credo islámico compartido como signo de identidad, en contacto con congregaciones musulmanas controladas por imanes neosalafistas. Este proceso de radicalización ocurre típicamente en compañía de familiares o amigos, lo que explica el reclutamiento focalizado y en bloque. Además, es común que, en el momento de ser captados por grupos o células terroristas, estas personas no dispongan de trabajo estable o a tiempo completo.

Nueva York, Bali, Madrid y Beslán nos recuerdan que estamos ante un terrorismo internacional que evoluciona pero no va a desaparecer a corto plazo. Es cierto que, tras el 11 de septiembre de 2001 y a lo largo de estos tres últimos años, las respuestas nacionales y las acciones colectivas emprendidas lograron privar a Al Qaeda del santuario que le proporcionaba el régimen de los talibán y debilitaron esa estructura terrorista. Pero es igualmente cierto que no tardó demasiado en mostrar su extraordinaria capacidad de adaptación y movilidad, descentralizándose y desplazando su centro de gravedad desde Asia Central hacia escenarios propicios como el del Sureste Asiático, donde la colaboración con su entidad afiliada en esa zona, la Yemaa Islamiya, le permite mantener una compleja y diversificada trama de financiación, como puso de manifiesto el trasiego de los recursos económicos que sirvieron para llevar a cabo el mortífero atentado cometido en octubre de 2002. De cualquier modo, el movimiento social transnacionalizado que vehicula al neosalafismo belicista ha dejado de estar articulado desde arriba y, aun en la improbable hipótesis de que Al Qaeda desaparezca, sus líderes continuarán siendo símbolos de referencia y las redes del terrorismo islamista persistirían durante mucho tiempo.

Madrid, en otro sentido, fue la primera ciudad de la Unión Europea en que individuos relacionados con las redes transnacionales de terrorismo islamista consiguen perpetrar con éxito una masacre, pero no fue la primera metrópoli continental donde lo han intentado. La opinión pública europea se demoró mucho en asumir que ese nuevo terrorismo internacional es una amenaza próxima, relacionada para nosotros con el Norte de África, que se cierne muy especialmente, aunque no sólo, sobre el conjunto de las sociedades abiertas, tolerantes y multiculturales. Es decir, sobre aquellas que constituyen la antítesis de las creencias y los comportamientos que ambicionan con dictar los terroristas. Estos aspiran en última instancia a la unificación política del islam, aunque tengan aspiraciones coadyuvantes más inmediatas como la de hacerse con el control de algún país de población mayoritariamente musulmana. Tampoco el ensimismamiento estadounidense que produjeron los atentados de Nueva York favoreció un mejor entendimiento de las cosas por parte de las élites políticas y los ciudadanos europeos, menos aún la declaración unilateralista de guerra contra el terrorismo que las autoridades norteamericanas sostienen desde entonces.

Beslán, por su parte, es buen exponente de cómo un repertorio de violencia terrorista que en sus inicios responde sobre todo a la devastadora represión desatada por el Ejército ruso sobre los separatistas chechenos o la población chechena en general desde mediados los años noventa, ha permitido a los dirigentes de Al Qaeda inmiscuirse con éxito en un conflicto etnonacionalista para redefinirlo en términos de confrontación religiosa. Añaden de este modo otro pretexto a su catálogo propagandístico de justificaciones para el asesinato masivo e indiscriminado en pretendida defensa del islam, cuando en realidad persiguen objetivos ilimitados. Es así evidente que el terrorismo islamista tiene sus propias raíces doctrinales, pero no lo es menos que puede ser reproducido e incrementado si se aplican medidas contraproducentes que no respetan los derechos humanos ni la legalidad internacional. A la sazón, pocos discuten hoy en día que quienes promueven e instigan ese terrorismo globalizado continúan sacando provecho de las oportunidades que para introducir innovaciones operativas, galvanizar simpatías y movilizar tanto recursos humanos como materiales, les viene ofreciendo la invasión y posterior ocupación militar de Irak.

Fernando Reinares es catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos y asesor para Asuntos de Política Antiterrorista del Ministro del Interior.

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