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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La condenación del problema

Corrieron chistes sobre el Concilio Vaticano II (1962-1965), pero dos hicieron época entre quienes, desde pronto, cayeron en la cuenta de que aquel acontecimiento supondría un revulsivo para la Iglesia romana. Los cardenales Ottaviani y Ruffini toman un taxi: "¡Al concilio!"; el taxista se dirige hacia el norte. "¡Por ahí no!", le dicen los prelados. "Ah, yo creía que los señores querían ir a Trento", se justifica el taxista. El otro chascarrillo, ripioso en inglés, era sombrío: "Rahner, Congar y Küng / por doquier son alabados, / pero un buen domani / el viejo Ottaviani / nos los traerá colgados".

Karl Rahner, Yves Congar y Hans Küng fueron tres de los teólogos que, convocados al concilio como peritos por el mismísimo Juan XXIII, marcaron la agenda de los debates poniendo sobre la mesa las mejores propuestas y sacando de quicio, con su imponente solvencia teológica, a unos cardenales de la curia que, desolados por la decisión papal de reunir en Roma a 3.000 obispos de todos los colores, se habían conjurado para frenar la avalancha reformista. Fracasaron a fondo, y ahora se sabe que los culpables fueron aquellos peritos que, también conjurados, colocaban cada día en las carteras de los generalmente despistados conciliares, en todos los idiomas -también en latín, pero ¿quién sabía latín ya, a aquellas alturas?-, documentos que habían elaborado tiempo atrás. Atados al apagón impuesto por un Pío XII herido en su honor por los acontecimientos del siglo -fascismos, holocaustos-, los cardenales conservaban la autoridad pastoral, pero el magisterio científico ya estaba en manos de los teólogos libres.

DIARIO DE UN TEÓLOGO (1946-1956)

Yves Congar

Traducción de Federico

de Carlos Otto

Trotta. Madrid, 2004

503 páginas. 30 euros

De Congar se ha dicho que fue "el padre" de aquel concilio. Desde luego, su nombre no era desconocido, ya entonces, para los revoltosos eclesiásticos llegados a Roma. Protagonista en Francia, con Chenou, Daniélou o De Lubac, de la Nouvelle Théologie, entrometido en las feas trifulcas romanas contra el movimiento de los curas obreros, castigado sin compasión por sus primeras obras y desterrado a Galilea con orden tajante de callarse, su caso ocupó a los inquisidores durante años y preocupó a cualquiera que amase la libertad de pensamiento y de conciencia.

El futuro Juan XXIII, nuncio en Francia poco antes de aquellas tristes persecuciones, llegó a decir, aliviado: "Me he marchado a tiempo [de París]". El buen Papa rehabilitó más tarde a los perseguidos. "Lo que se nos reprocha no es escribir esto o lo otro, sino simplemente escribir", se lamenta Congar en uno de sus diarios, cuya parte espiritual se publica ahora en España. Imponente, desgarrador y bellísimo testimonio. Ante un papel en blanco, el futuro cardenal Yves Congar no se muerde la lengua, y argumenta sus motivos: como Rilke, moriría si no pudiera escribir. Lo que dice nunca es banal, y muchas veces es, además, un íntimo, fiero, ajuste de cuentas a la estupidez humana. Por ejemplo, cuando alza la voz con una advertencia que hizo época, pero que aún ignoran sus ridiculizados perseguidores: "Se puede condenar una solución si es falsa, pero no se puede condenar un problema".

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