En casa del enemigo
La casa de Osama Bin Laden es la celda de un asceta. Reconstruida por los artistas británicos Ben Langlands y Nikki Bell como un modelo digital interactivo -tras documentar con fotografías y vídeos en Afganistán el último domicilio conocido del líder de Al Qaeda-, la cabaña de piedra, adobe, ladrillo y madera es un recinto de pureza penitencial, que extiende su laconismo pòvero a la humilde enramada que sombrea la terraza sobre el río: un búnker deshabitado, pero también un refugio onírico de arquitectura elemental, cuya depuración minimalista -digna de John Pawson o Peter Zumthor- debe quizá tanto a la retina de los autores como a la elegancia despojada del líder guerrero y espiritual. Tom Ford alabó el estilo impecable del Hamid Karzai impuesto como presidente tras la guerra afgana, con el karakul de cordero y la capa de seda verde que expresan la diversidad étnica del país, pero el vestuario sincrético del político no puede competir con el refinamiento sin esfuerzo del terrorista árabe, que aparece en las pantallas de Al Yazira arrogante y hermoso como Mahoma, con la misma belleza serena de la casa recreada por la pareja londinense para el Imperial War Museum, y que como finalista del Premio Turner se expone en la Tate Gallery a partir del 20 de octubre.
La pugna desigual de la cabaña y el rascacielos suscita sentimientos encontrados
La casa de Bin Laden, seductora como resulta desde la hipertrofia prepotente de la arquitectura del imperio, es la casa del enemigo
En contraste con el silencio anacoreta del artífice del 11 de septiembre, el tercer aniversario de la tragedia coincide en Nueva York con los ecos jactanciosos de una convención republicana que ha reafirmado el vigor macho de una presidencia de guerra, y con los últimos compases de una muestra que ha servido al Museo de Arte Moderno para conjurar, utilizando la estética del titanismo, las sombras que la destrucción de las Torres Gemelas proyectó sobre la construcción en altura. Esta exposición-exorcismo, que puede verse en la sede del museo en Queens hasta el 27 de septiembre, reúne 25 obras y proyectos de la última década seleccionados por el curator de arquitectura Terence Riley y el ingeniero Guy Nordenson en virtud de sus innovaciones técnicas, urbanas y programáticas, y el resultado es un panorama heteróclito que refleja a la vez la capacidad material de Occidente y su confusión espiritual, su imponente poder físico y su impotencia intelectual. Aunque acaso redimida por proyectos tan exactos como los de Norman Foster -la torre balística de Swiss Re en Londres y el mestizaje Brancusi/Noguchi del concurso para el WTC neoyorquino-, y propuestas tan provocadoras como los bucles de Peter Eisenman y Rem Koolhaas -la no realizada Max Reinhardt Haus en Berlín y la sede de CCTV en Pekín, cuya ejecución se discute todavía-, la selección da testimonio de la ínfima calidad arquitectónica de la mayor parte de esos símbolos de la musculatura técnica y económica de nuestra sociedad industrial.
La pugna desigual de la cabaña y el rascacielos suscita sentimientos encontrados. Por un lado, la casa esencial de Bin Laden recuerda la de otros terroristas antimodernos, como la muy famosa de Unabomber, una cabaña en los bosques de Montana que fue trasladada a un almacén de San Francisco para presentarse como prueba de enajenación en el juicio del remitente de paquetes explosivos contra ingenieros y científicos, y a la que las dramáticas fotografías de Richard Barnes dieron un aura mítica; en no muy lejana sintonía de los modestos alojamientos -detalladamente descritos en el informe del Congreso de Estados Unidos sobre el 11-S- de los miembros del comando de Mohamed Atta, un arquitecto y urbanista que preparaba una tesis doctoral sobre la construcción vernácula islámica antes de estrellar un Boeing en un rascacielos neoyorquino; a fin de cuentas, el Hitler amante de la arquitectura académica también llevaba una vida bohemia de estudiante autodidacta, dibujante urbano y melómano pertinaz antes de iniciar la larga marcha hacia la Cancillería alemana y el búnker de Berlín. Pero, por otro lado, esas viviendas elementales remiten a la infancia de la arquitectura, bien al iluminismo racionalista presente en la cabaña original del tratadista Laugier o en las casetas elegiacas de Aldo Rossi, bien a una estirpe adánica que los norteamericanos asocian al Thoreau de Walden -una réplica de cuya casa en el bosque se construyó el año pasado para celebrar el 150º aniversario de la obra-, los asiáticos al Gandhi de la rueca y los europeos al Heidegger de la cabaña en la Selva Negra, donde los presocráticos tropezaron con la cruz gamada de su exploración abisal de los fundamentos frágiles de la modernidad técnica.
Desde luego, la emoción primitiva de lo elemental decanta nuestra simpatía hacia la economía de medios y la pureza astringente de la cabaña, sobre todo si se compara con la estridente algarabía de formas que muestran hoy los rascacielos, desde la propia Zona Cero neoyorquina, donde el trivial proyecto ganador de Daniel Libeskind ha sido vulgarizado aún más por las sucesivas revisiones inmobiliarias -The New York Times describe al arquitecto que hace 18 meses se hizo con el encargo más codiciado del planeta como "el increíble hombre menguante", y el MOMA, que ha puesto el listón muy bajo en su exposición de rascacielos, excluye la Freedom Tower de Childs y Libeskind de una selección donde figuran tres proyectos del concurso-, hasta la Moscú emergente de los millonarios y los gánsteres, donde el holandés Erick van Egeraat ha diseñado cinco pintorescas torres que se basan en sendos lienzos de cinco artistas de la vanguardia rusa -Alexandra Ekster, Vasili Kandinski, Kazimir Malévich, Liubov Popova y Alexandr Rodchenko- o a una Shanghai tan fascinante por el número de proyectos como decepcionante por el escaso atractivo de sus edificios en altura. La formidable versatilidad de la técnica contemporánea permite construir casi cualquier cosa, evitando a la arquitectura la disciplina rigurosa de la necesidad y situándola bajo el signo de una espontaneidad narcisista que con frecuencia desemboca en atolondramiento formal, caricatura de la libertad artística de la estatua homónima, donde la escultura de Bartholdi y la estructura de Eiffel se superponen con autonomía distraída.
Pero la casa de Bin Laden, seductora como resulta desde la hipertrofia prepotente de la arquitectura del imperio, es la casa del enemigo, y eso lo saben bien los neocons estadounidenses que marcan el paso del mundo desde la Casa Blanca de Bush. Discípulos de Carl Schmitt a través de Leo Strauss -maestro de su ideólogo Irving Kristol, del juez del Tribunal Supremo Clarence Thomas, y del secretario adjunto de Defensa Paul Wolfowitz mediante el Allan Bloom que Saul Bellow retrató en Ravelstein-, este articulado grupo intelectual sigue al jurista germano en su distinción entre amigos y enemigos como fundamento de la política, y son partidarios de la intervención activa, el Estado grande y la presidencia fuerte: exactamente los tres rasgos que The Economist destaca como características del mandato de Bush, y los mismos también que han avivado el interés por el que fuese jurista de Hitler entre la izquierda marxista crítica con el relativismo nihilista posmoderno y la impotencia hipócrita del neoliberalismo, que ha reducido la esfera política a la economía del libre mercado y a la ética de los derechos humanos. Schmitt, con realismo weberiano, nunca confundió al inimicus que podemos amar evangélicamente con el hostis cuya alteridad sitúa siempre al otro lado de la trinchera, y ésa es quizá la distinción esencial que se abre en un otoño de terrores crecientes, recursos menguantes e identidades migrantes, en este septiembre que anuncia ya noviembre.
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