Divulgación budista
Planteada como una fábula cuya intención primordial se encierra en un largo título que hubiera hecho las delicias de Lina Wertmüller (es decir, el inexorable paso de las estaciones, el lento deslizarse del tiempo); mostrada a partir de unas imágenes de restallante, reposada belleza, la penúltima película de Kim Ki-duk -la última, Binjip, acaba de proyectarse con éxito en Venecia- parece hecha para sorprender a los cada vez más numerosos seguidores del director coreano. Porque nada parece más alejado de la virulenta violencia de La isla, el único título suyo anterior estrenado en España, que esta plácida, aunque en ocasiones despiadada narración que plantea una enseñanza, todo lo superficial que se quiera, pero enseñanza al fin, para la vida.
PRIMAVERA, VERANO, OTOÑO, INVIERNO... Y
Dirección: Kim Ki-duk. Intérpretes: Oh Yeong-su, Kim Ki-duk, Kim Young-min, Ha Yeo-jin, Seo Jae-kyeong. Género: drama, Corea del Sur, 2003. Duración: 103 minutos.
En medio de un paraje de estremecedora belleza, en una isla que contiene casi por entero a un santuario, vive un monje y su discípulo niño. La película muestra, en secuencias a menudo carentes de palabras y con un tempo narrativo pausado, que se adhiere como una segunda piel al propósito que la acción explícita, el proceso de aprendizaje a que el monje somete (y aquí el término es bien preciso) a la criatura, cuyo infantil sadismo para con su entorno le será devuelto golpe a golpe por su maestro. El sucederse de las estaciones, anunciadas por encuadres tomados desde idéntica angulación, supone en ocasiones leves, y en otras profundos, cambios en la monótona existencia de ambos personajes.
La función de tales cambios se presenta con una prístina claridad. Tanta, que en ocasiones resulta francamente molesta, como en la, por otra parte, bella relación entre la muchacha y el aspirante (ya adulto) a monje, en la que anida el germen de un patriarcalismo apenas escondido. O como cuando las lecciones a que es sometido el niño se antojan perfectamente comprensibles sin necesidad de repeticiones. Ahí radica el principal problema de un filme tan hermoso como frío, tan magistralmente narrado como en el fondo previsible: en la obviedad de sus propuestas, que quedan de manifiesto casi antes de ser mostradas.
A la postre, lo que se pretende un hondo ejercicio de espiritualidad deviene en catálogo de budismo para principiantes, en una pedagogía divulgativa que se parece mucho a la que intentó Bernardo Bertolucci en la más desafortunada de sus películas, El pequeño Buda. Podrá satisfacer las expectativas de muchos lectores de libros de autoayuda y llenará el ojo (a la postre, lo que quedará para siempre en la retina es su impresionante belleza) a mucho espectador agradecido de ver en pantalla cambiantes paisajes. Pero se aconseja abstención a agnósticos, ateos y cinéfilos de los que son capaces de no confundir lo elemental con el cine de otros notables antecesores espirituales del gran cine oriental del pasado, con Yasujiro Ozu a la cabeza.
Babelia
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