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Columna
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La prisa es de miserables

Rafael Argullol

Pocos como Henri Cartier-Bresson, fallecido recientemente a los 95 años, para explicar la evolución de la fotografía en su segundo siglo de existencia. La longevidad de un hombre que fotografió el México revolucionario, dejó su actividad profesional en 1973 y continuó siendo la gran referencia mundial tres décadas después marca obviamente toda una época. Pero, desde luego, no es sólo una cuestión de calidad dilatada en el tiempo, sino sobre todo de talante. Como quizá ningún otro fotógrafo, Cartier-Bresson reivindicó una exigencia distinta ante un mundo saturado de imágenes.

En el primer siglo de existencia de la fotografía, del cual todavía participó el joven Cartier-Bresson, la principal acusación contra el fotógrafo procedía de las artes tradicionales. En la segunda mitad del XIX numerosos pintores y poetas denunciaron la intromisión técnica de la fotografía a la que no sólo se negaba la condición de arte nuevo, sino que se vislumbraba como una amoral máquina de arrebatar el alma. Hizo mucha fortuna, a este respecto, la famosa historia que recogía el pavor de los indios norteamericanos ante la idea de ser fotografiados, con el riesgo de perder su espíritu.

En especial los pintores pero también poetas como Baudelaire -en parte, sin embargo, fascinado por la nueva tecnología- arremetieron contra el poder idolátrico de la fotografía. Repugnaba la maquinización que ésta comportaba, pero había argumentos con más peso todavía. De entrada, la pintura perdía el monopolio que durante milenios había tenido sobre la retina humana, rivalizando sólo con artes de inferior matiz psicológico como la escultura o la cerámica. No obstante, lo decisivo era que, en apariencia, se perdía irremisiblemente el tempo del arte tradicional y asimismo el espacio que lo rodeaba. Frente a las lentitudes anteriores la fotografía disparaba con rapidez sobre la realidad. Además, multiplicaba las imágenes a una velocidad sin precedentes. Cincuenta años después de su primera difusión, la mayoría de los hogares europeos, incluso los más humildes, disponían de retratos de sus habitantes -o de los antepasados de éstos- y se conformaba así una nueva y masiva iconografía en la que el hombre se sentía reproducido más fidedignamente que nunca.

Henri Cartier-Bresson se formó en un tiempo en que la fotografía era culpable de la masividad icónica. En términos de estricta utilidad no tenía rival porque, en contraposición al despliegue lento y complejo de la pintura, era más rápida, más económica e inigualablemente real. Esto se comprobaba de un modo muy particular en las guerras, un fenómeno íntimamente vinculado a la fotografía, desde la experiencia inicial de la contienda civil norteamericana. El cambio del poeta épico o la rememoración grandiosa de la pintura bélica palidecían ante la descarnada suficiencia del objetivo fotográfico. Cartier-Bresson pudo experimentar por sí mismo esta fluida intimidad entre la guerra y la fotografía -sólo equiparable a la de la fotografía con la desnudez- en sus viajes a España, India o China.

Sin embargo, en la madurez de la trayectoria de Cartier-Bresson los rumbos se modificaron. El cine había surgido en el horizonte de la fotografía sin excesivas interferencias. Los circuitos parecían distintos y complementarios. Pero la implantación universal de la televisión alteró profundamente el estatuto de la fotografía que, si bien cada vez tenía una comercialización más amplia (en la época del turismo de masas todo individuo es un fotógrafo), no podía aspirar a mantener su privilegio anterior. La televisión era todavía más veloz y llenaba aún más rápidamente el mundo de imágenes. En el comedor de los hogares languidecían las viejas fotografías mientras resplandecía seductoramente la pantalla.

Henri Cartier-Bresson se dio cuenta de este cambio fundamental que afectaba al segundo siglo de vida de la fotografía. El fotógrafo debía reeducarse en el tempo del arte tradicional: en aquella complejidad y parsimonia que caracterizaba al artesano que todavía no había sido arrasado por el vértigo. Naturalmente, esta figura poco tiene que ver con el fotógrafo-masa que, sin saberlo, roba continuamente el alma al mundo en un saqueo similar al que decían padecer los indios norteamericanos. La gigantesca inflación de imágenes provocada equivale a un inquietante vacío. Asimismo a un tiempo que, como oímos con frecuencia, "no tiene tiempo".

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Cartier-Bresson advirtió con lucidez algo que también Balthus, alarmado con la contaminación fast de la pintura, defendía: la necesidad artística de la lentitud. Respecto a su propia existencia el fotógrafo francés lo dejó dicho sin ambages: "Tomarme tiempo ha sido el único lujo que me he permitido en la vida. La gente apresurada es miserable".

El fotógrafo que propugnaba Cartier-Bresson combatía esta miseria que, en nuestro mundo, se confunde a menudo con una avasallante invasión de imágenes. Y es verdad que la máxima favorita del miserable es: "No tengo tiempo para nada". No se necesita tiempo para estar rodeado constantemente por mil ídolos. Pero un descubrimiento, uno solo, requiere mucho tiempo.

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