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VISTO / OÍDO
Columna
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La eutanasia según Amenábar

Zapatero responde a la pregunta de si habría ayudado a morir a Ramón Sampedro: "Seguramente, no". Yo, tampoco. Pero el presidente dice que la eutanasia no está en la agenda del Gobierno: yo sí la tendría como uno de los asuntos prioritarios. Cosas distintas: ésta es una cuestión general que afecta a los ciudadanos que quieren disponer de su propia vida, y la otra se convierte en una casuística, en la que interviene una interpretación artística, la de Amenábar y Bardem. Al salir me hacía mi composición personal y veía al personaje suficientemente feliz como para querer morir: mimado, alimentado, querido, hasta con el amor de Lola Dueñas -gran actriz-, con escritura, con música... Y además, ¿quién puede matar a Bardem? Por muy realista que sea el cine, y por muy maniático que sea yo en la conservación de la vida, sobre todo de la ajena, hay un hecho real: Ramón Sampedro quería vehementemente morir y la ley, que permite ya el suicidio (no castiga al superviviente de un intento de suicidio), no toleraba que le ayudara alguien, y éste es un asunto más de la incongruencia de las leyes y su inadaptación a la vida privada y a las libertades, aunque permanezca dentro de la obsesión política actual de reducirlas en aras de un bien común que desconozco.

No, Zapatero no hubiera vertido el cianuro potásico, piadoso y rápido -era el veneno de los semidioses nazis cuando estaban condenados- en el vaso de Ramón Sampedro, y yo hubiera pasado días tratando de convencerle, como hacían sus familiares y hasta un cura que resulta más bien grotesco; no hubiera sido la persona (no se sabe cuál) que puso la cámara delante de él para que se le viese tomar por su mano el vaso con el veneno. Pero me apresuraría en conseguir una ley sobre eutanasia con una garantía primordial: la voluntad del que va a morir. Claro que yo no soy católico, ni nada, y eso me da una gran libertad y una gran tranquilidad: tengo la conciencia limpia y clara del ateo.

(Cuando se estrenó en España la película El tercer hombre, la censura -con sus curas dentro- cortó apenas cinco segundos: cuando Orson Welles, prácticamente capturado, pide con la mirada a su amigo Josep Conrad que le dispare. Al no aparecer su gesto destruyeron no sólo la intención del novelista católico Graham Greene y la interpretación de Welles, sino un concepto de la vida y de la muerte).

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