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Columna
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Inmigración e identidad

Josep Ramoneda

En Cataluña, todos los caminos de discusión política pasan por la identidad. Somos así. No hay debate que se sustraiga a esta servidumbre, tampoco el de la inmigración. Estos días hemos oído advertencias sobre los peligros y amenazas que la inmigración puede representar para la identidad catalana. Me parece un discurso prematuro, alarmista y oportunista. Prematuro porque, en el estado actual de desarrollo del fenómeno inmigratorio en Cataluña, no hay ningún desafío de la inmigración a la identidad catalana. Lo que hay son reacciones temerosas de gentes hipersensibles, ideológicamente muy ancladas en un universo mental que empieza y termina en la obsesión identitaria, pero esto no es imputable a la inmigración, sino a los autóctonos. Alarmista porque contribuye a alimentar el discurso del miedo, que presenta la inmigración como amenaza y que se inscribe en un modelo general de control social -en creciente expansión desde el 11-S- fundado sobre el temor y el rechazo al Otro. Y oportunista porque minimiza otros problemas de fondo de la inmigración -empezando por la condición en la que viven los inmigrantes entre nosotros.

"Nuestras democracias no dejan verdaderamente lugar a una representación de sus márgenes", escribe el antropólogo Jack Goody, y yo añadiría que en los márgenes cada vez hay más gente. Los inmigrantes viven en su mayoría en los márgenes y, efectivamente, tienen poca posibilidad de hacer oír su voz; por eso, a menudo son los principales ausentes en el debate sobre la inmigración. De ahí que este debate se haga siempre en función de los que ya están y no de los que vienen. Son los temores de los autóctonos -que votan- y no las motivaciones y los problemas de los que llegan -que tardarán mucho en votar- los que alimentan el debate. Las barreras y los cupos -aun a sabiendas de su limitada eficacia- son las prioridades del discurso político, a partir de la demagógica afirmación de que no podemos acoger a todo el Tercer Mundo. Los flujos migratorios surgen de los países en que la miseria cierra las expectativas, pero se alimentan desde los lugares de acogida. La gente va donde hay trabajo, y cuando deja de haber trabajo, deja de ir.

El principal argumento político a favor de la inmigración es que la necesitamos para nuestro crecimiento. Sin apoyarse en cálculo alguno, se aventura la afirmación de que los inmigrantes son necesarios para pagar nuestras pensiones, como argumento para persuadir a los más resistentes. Poco importan las causas y motivaciones de los que vienen, ni siquiera las condiciones en que están. Es más, mantener un terreno confuso, en el que la ilegalidad acecha, forma parte de la lógica económica de la inmigración: los que están en situación ilegal son carne imprescindible para regular los salarios a la baja. Pero estas cosas están fuera del debate, del mismo modo que nadie se pregunta: ¿por qué caen tantos inmigrantes ilegales y tan pocos mafiosos?, ¿por qué pagan ellos y no los que les traen y les explotan?

En este contexto, el debate sobre las consecuencias para la identidad de Cataluña puede parecer un sarcasmo. En cualquier caso, alimenta resquemores innecesarios, y en realidad, es un falso problema, salvo que se adopten posiciones multiculturalistas, empeñadas en construir un nicho étnico a la que se juntan unas cuantas personas de una misma cultura. Algunos elementos pueden ser clarificadores: 1) la inmigración, todavía en los márgenes de la sociedad, difícilmente puede amenazar identidad alguna. 2) los comportamientos de los inmigrantes tienden a converger en todas partes con las pautas de la sociedad de acogida. Hay un montón de indicadores que lo confirman: desde la paulatina armonización de las tasas de natalidad hasta la aceptación de las instituciones del Estado. A menudo, los inmigrantes entienden mucho más fácilmente que algunos españoles o que algunos extranjeros procedentes del primer mundo que tienen que aprender el catalán. La necesidad hace virtud. 3) La mayoría de inmigrantes cuando abandonan su país por otro, lo hacen porque éste les crea unas expectativas. Su objetivo es integrarse y crecer, no enfrentarse y ser rechazado. La disposición es a ser un ciudadano más, no a ser diferente: diferentes los hacemos nosotros para señalarlos y distanciarlos. Ellos recurren a la diferencia defensivamente, como modo de sobrevivir en grupo cuando se sienten acosados. 4) Las identidades no son estáticas. Las sociedades -por mucha historia que tengan- son por encima de todo las personas que las componen, y evidentemente la sociedad catalana del futuro será lo que sean sus habitantes: un juego de mutua inseminación en el que los patterns locales dominantes sufrirán modificaciones fruto de la interrelación entre ciudadanos diversos, del mismo modo que los sufren como consecuencia de los cambios tecnológicos, de las mutaciones ideológicas que experimenta el mundo o de la evolución de las formas de dominación.

Por más que determinadas naciones se consideren eternas, todas nacieron algún día -y normalmente no hace muchos siglos- y la mayoría de ellas en poco se parecen a lo que eran hace algunos años, salvo en la voluntad de mantener un relato que permita arropar la precariedad del hombre en un contexto. Si el gran misterio de la política sigue siendo la servidumbre voluntaria, no hay para el individuo invitación mejor a la obediencia que darle una pertenencia que le permita creer que sabe quién es. Como dice Julia Kristeva, "es rara la persona que no busque un refugio primordial para compensar la confusión personal".

Si es que algún día existieron, las sociedades étnicamente puras no volverán a existir jamás. No hay barrera identitaria capaz de impedirlo. El alarmismo puede responder a una idea: buscar la coexistencia más que la integración. Algo de esto ha habido en el modelo de incorporación de la inmigración española a la sociedad catalana. En el momento actual, en que los políticos tienen que gestionar el conflicto entre sectores de las clases medias y bajas autóctonas y la inmigración, puede ser un argumento para tranquilizar a algunos sectores sociales, pero el mundo es cada vez más pequeño, y la mezcla es imparable. Vean si no en los barrios altos de Barcelona, como las adopciones están dando una insospechada diversidad étnica al paisaje, pero estos ciudadanos no preocupan porque están controlados.

Lo que encuadra a una comunidad es un marco de derechos y obligaciones comunes. A asumirlos y respetarlos están convocados todos: los que ya estaban aquí y los que llegan. La capacidad de integración de este marco es lo que distingue a la sociedad abierta -por tanto, pluralista e incluyente- de la sociedad cerrada -unitarista y excluyente. En este sentido, el mejor sistema -cuestiones identitarias aparte- es el que hace compatible mayor grado de libertad con mayor grado de cohesión social. Y da la voz a los márgenes. El conflicto forma parte de las relaciones entre los hombres, lo que se trata es de crear territorios compartidos donde reconocerlos y negociarlos. A esto se le llama republicanismo y democracia. No identidad. Y no es patrimonio exclusivo de nadie.

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