Entre libros y trincheras
Aunque la memoria culta de Flandes puede remontarse muy atrás para un español, los cráteres de los obuses, los cementerios cuidados, los búnkeres todavía visibles de la Primera Guerra Mundial la acercan poderosamente hasta hoy... O al menos eso es lo que consigue hacer José Luis de Juan en un libro que es un cuaderno de viaje armado con historias viejas y ajenas, averiguaciones propias y un puñado de relaciones personales francamente atractivas.
El marco del libro son los encuentros que encadenan en una casa de Mont-Noir (y bajo la discreta protección simbólica de la Youcernar) varios escritores, residentes durante unos meses o semanas, y con quienes el narrador traba amistad, medita, visita pueblos, museos, paisajes...
CAMPOS DE FLANDES
José Luis de Juan
Alba. Barcelona, 2004
258 páginas. 21 euros
Las fotografías que incorpora el libro valen de apoyo visual a los lugares descritos -unas vacas hermosas, la fachada de un comercio, búnkeres comidos de maleza...
-, pero importan sobre todo las historias ocultas, la habilidad con que filtra y gradúa lo que activa el interés de aquel espacio para el lector de hoy: el gas tóxico, las trincheras, las lápidas blancas de los muertos canadienses o británicos y las negras de los alemanes de la Gran Guerra, los posibles paisajes de algunas novelas de Simenon, la presencia latente también de Marguerite Duras, las pinturas de Matisse o una pertinentísima anotación sobre Rodin.
El otro hilo de tensión son
las biografías de los escritores con quienes convive y, sobre todo, dos de ellas, las más distintas de su propia experiencia y las que evidencian mejor la distinta actitud ante la literatura y quizá ante la ideología de un español de cuarentaitantos con respecto a dos auténticos protagonistas de novelas posibles, o escritores con biografía.
El resultado es una red sutil de asociaciones entre el presente y el pasado, tejida con anécdotas de historia literaria y artística, sin aleccionar a nadie y sin callar tampoco las disparidades: el ruso Mark, nacido en 1937 y en Ucrania, en la pura pobreza y en plena devastación estalinista, traductor de Kafka, Canetti o de La montaña mágica, de Thomas Mann, y el checo Jáchym, con memoria de Praga y 1968, de los tanques y el silencio, y la conciencia de una épica antigua tan amortiguada hoy como para desanimar al narrador a propósito de supuestos comunistas desamparados tras la caída del sistema: "Esos personajes no existieron nunca de veras. Todo era corrupción. Supervivencia. Disimulo, miedo, resignación" (y el tono evoca casi literalmente palabras igual de descarnadas del Imre Kertész de Yo, el otro).
Nada de lo cual está en la biografía del propio novelista, algo más joven, sin revoluciones o utopías, sin episodios épicos en los que construir historias propias más que de oídas y de lejos, por mucho que un resto inasible de culpa o un extraño sentido de la responsabilidad histórica asalte al libro como una atmósfera o como una niebla; como si con ese recurso el libro mismo, o los mismísimos campos de Flandes sembrados de cadáveres y de búnkeres, de trincheras y de cráteres, estuviesen interrogando al autor y al lector para decir y tú, vosotros, qué.
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