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Columna
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Desarrollo insostenible

La ministra de Medio Ambiente, Cristina Narbona, lleva camino de convertirse en la bestia negra del Gobierno valenciano y de cuantos con él cabalgan. Calentitos los tenía con la derogación del trasvase del Ebro y su política de desaladoras cuando, como colofón agosteño, ha largado dos soberbias andanadas seguidas sobre el turismo de sol y playa, al que da poco menos que por finiquitado. La última carga, mientras la consejera autonómica de Turismo recién nombrada, Milagrosa Martínez, aterrizaba en la poltrona, quizá para que vaya viendo las hechuras del problema que le han endosado. Doña Milagrosa se ha sentido obligada a replicarle y ha dicho la nadería habitual: nada hemos de temer teniendo estas maravillosas playas y privilegiado clima. Otros miembros egregios del Consell se han alzado asimismo a una sola voz para desacreditar unas declaraciones, que reputan fruto de la ignorancia.

Pero el aludido pronóstico de la ministra, o eso colegimos, no se ciñe únicamente a la afluencia y captación de clientes, que éstos, por la mencionada ventaja medioambiental, nunca faltarán. En último término y si la deserción turística se agudizase algún día, siempre nos quedará el recurso al saldo de precios con borrachera barata incluida. La fórmula ya funciona en otros puntos del litoral. La ministra se refería también o sobre todo al esquilmamiento urbanístico de los parajes y paisajes, del territorio, en suma, a que ha sido y está siendo sometido el País Valenciano. Cierto es que todavía queda suelo urbanizable en la costa y que, según el consejero Rafael Blasco, hay unos 150 kilómetros de la misma a buen recaudo. Pero por lo demás, cerca del mar, en las laderas de las montañas o tierra adentro bulle una descomunal actividad constructora que ha cambiado o asesinado la piel del país.

Añadamos a este furor urbanístico las perversiones y cacicadas que han convertido a tantos pueblos costeros en meros apilamientos de cemento y ladrillos, sin espacio para un palmo de verde, o un mero arbolillo. Y este desmán, que pudo entenderse cuando no había más reaños que los del dictador Franco y los apremios de la inversión a cualquier precio, no se entiende ahora, siendo así que, por imperativo de la democracia, habría que haber administrado mejor el suelo escaso, que es una forma de garantizar y distribuir la prosperidad colectiva. Sin embargo, alcaldes y concejales de una u otra calaña confesional han competido en servilismo a los señores del ladrillar, el adosado y el rascacielos. Pero eso parece que se ha acabado. Ahora se lleva el campo de golf con viviendas de lujo. Docenas de campos de golf, a lo largo y ancho del país, aunque la provisión de agua sea un embeleco. Por lo visto no es este delirio lo que amenaza el desarrollo, sino la ministra.

Lo que la ministra amenaza, o tal dice, pero dudamos que cumpla, es a los edificios ilegales construidos en el litoral (¿y de los otros, qué?). Ha hablado de "actuaciones ejemplarizantes". Para hacer boca, por ejemplo, podría empezar por derribar el hotel Atrium de La Vila Joiosa y meter en el trullo al alcalde, ante cuyas narices o con su complicidad se han construido once plantas más de las autorizadas, entre otras transgresiones. Pero ya se hallará el trapicheo para impedirlo. Y lo grave no es eso, sino la falta de sensibilidad para sancionar socialmente este y otros desmadres. Pero no todo son malas noticias: ya hay vigilantes para proteger las tortugas bobas en nuestra costa. El PP aprieta, pero no ahoga.

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