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Crítica:LOS NUEVOS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Pasos que no dejan huella

La favorable acogida de ciertas editoriales, su generoso altruismo con los endebles libros de tantos escritores de aturdida vocación, está produciendo un incremento de primeras obras cuya calidad es detestable. El número de nuevos autores crece como la espuma. Escribir un libro está al alcance de cualquiera; y, por otro lado, a nadie se le puede negar el derecho a explotar la industria de su ingenio. Pero esa participación, en lugar de fortalecer el arte literario, está contribuyendo a su banalización. Como en la borgiana Biblioteca de Babel (o en el universo): "Ya se sabe: por una línea razonable o una recta noticia hay leguas de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias". Parece que hay que resignarse a la trivialidad, a la espera de tiempos mejores.

Las cuatro novelas que hoy concurren en esta sección, cada una a su manera, disputa a las otras el mérito de ser la peor editada, la más torpemente escrita, la más inepta, tontorrona y absurda, la que provoca mayor bochorno. ¿Acaso la condición de primera novela invalida la responsabilidad narrativa? ¿Es suficiente con un puñado de páginas llenas de tópicos, efusiones sentimentales e imaginación de gorrión? Al parecer sí, ya que hay quien, al editar una primera obra de tan parcos alicientes literarios, sanciona legalmente su necesidad, o su pertinencia, y la convierte en modelo para otros escritores todavía con los folios sin usar. El incipiente narrador que entrega un texto cuya credencial es su deficiencia, sería sólo la sombra de su deseo si el editor no fuera cómplice de su inepcia.

Y así sucede que, en esta melancólica tarea de recepción y valoración de primeras obras, ante la exhibición de la compacta insustancialidad de sus páginas, no queda otro recurso -descontada la tentación del silencio- que considerar dichas obras no ya como conspicuos ejemplos de borrosas aptitudes, sino a manera de fértiles modelos de lo que no se debe hacer, con el fin de que sirvan públicamente de aviso a posibles infractores.

El callejón del beso, de Lucía Montojo (Madrid, 1974), es una novela de enfatización sentimental. Más que eso: aquí no hay nada más que los sentimientos, con dosis abundantes de cursilería, de una mujer que aspira a vivir un feliz matrimonio. No lo logra, claro, porque los hombres son maravillosos, pero luego coléricos, egoístas y adúlteros, y así no hay manera. Se dirá, con razón, que es una aspiración digna. No cabe ninguna duda. De esta aspiración también se ocupa, por ejemplo, la mayoría de las novelas de Jane Austen o La plaza del diamante, de Rodoreda. Pero tanto la escritora inglesa como la catalana, que escribían para indagar sobre la conformación de la realidad, no para calentarse el corazón, enriquecen ese anhelo situándolo en el marco de las tensiones de su tiempo: económicas, sociales, políticas. Para Lucía Montojo, en cambio, los sentimientos tienen vida exenta, al margen del tiempo y de la historia, incluso al margen de los sujetos que los padecen. "¿Qué es la vida -se pregunta Claudia, su protagonista y narradora- sino una diferente sucesión de sentimientos?". Y más adelante, con ínfulas filosóficas, vuelve a interrogarse: "¿Qué sería de la vida sin alguna ilusión aunque ésta sea prácticamente imposible?". Incluso en contraportada, el editor dice de Claudia que es "una mujer que comienza a darse cuenta de la vida". Vaya, qué lucidez. Además de sentimental, al parecer esta novela es también romántica, a la manera romántica de las canciones de Julio Iglesias, que escudriñan con profusión el mismo tema. ¿Es preciso añadir que El callejón del beso debería ser texto obligado en un cursillo sobre la narrativa de Pérez y Pérez?

A la sombra del pruno, de Antonio Prieto Bozano (Zamora, 1942), se incorpora a la moda de la novelística denominada de la memoria, encargada de recobrar la heroicidad silenciada de la militancia de izquierdas bajo el franquismo, en un intento tardío de encomio de su relevancia social, que no se diferencia mucho de las patrioterías de derechas de toda la vida. A partir de la noticia de la muerte de Eva González, la novela traza su perfil biográfico, desde el recital de Raimon de mayo del 68 en la Universidad Complutense -contado tan penosamente que ofende el recuerdo de quienes asistieron- hasta la primavera del 93, con la transcripción de las cintas de las sesiones de psicoanálisis de Eva González, cuyo contenido esclarece la causa que la llevó al suicidio. No cabe reprochar a Prieto Bozano las buenas intenciones que le han guiado a escribir esta novela, que dedica "a todas las víctimas de la dictadura y la barbarie", pero su noble propósito no se ha visto refrendado por la virtud literaria. A la sombra del pruno liga sucesivamente los tópicos trillados de las últimas décadas: la adaptación de una conciencia de oposición a los encantos del poder, con la nostalgia de una época políticamente más ferviente. Y tampoco sus personajes prototipos -el padre fascista y taurino, el marido abnegado, la sagaz psicoanalista- contribuyen a romper el espejo convencional en que se reflejan. Y aún peor es que las zonas misteriosas de la novela -la experiencia de Eva en el Chile de la dictadura de Pinochet- son retazos rapiñados de Missing, de Gavras, y de La muerte y la doncella, la obra teatral de Ariel Dorfman llevada al cine por Roman Polanski.

El amor inútil, de Javier Lasheras (Badajoz, 1963), se articula como un experimento metaliterario. Lasheras es autor de un libro de poemas, La paz definitiva de la nada, atribuido a Martín Huarte, hijo imaginario del imaginario Horacio Martín, a quien Félix Grande atribuyó su poemario Las Rubáiyatas. En algún lugar de la novela se aclara, para evitar dudas, que "Martín Huarte [...] era el tataranieto de Abel Martín", heterónimo de Antonio Machado. Este juego genealógico de autores inventados, muy prometedor a primera vista, sin embargo se queda en referencias privadas. La novela es un esforzado intento por dotar de identidad literaria a Martín Huarte, a través del testimonio de un narrador, gestor cultural en una pequeña ciudad, seguramente Oviedo, que, mientras declara su fascinación por el personaje, nos endosa sus problemas laborales, alcohólicos y eróticos, sin que vengan demasiado a cuento. Y, cuando concluye la tribulación de sus andanzas, incorpora una segunda parte con los cuadernos íntimos de Martín Huarte, una serie de anotaciones desmañadas, reveladoras de la pasión sexual que originó los poemas de La paz definitiva de la nada. Este procedimiento convierte esta novela en un satélite que orbita en el mundo poético de Javier Lasheras. El lector, en todo caso, no necesita previamente conocer esa poesía para apreciar esta novela. Pero es más que probable que tampoco la eche de menos, y toda esa mitología particular le deje indiferente, ya que Martín Huarte sólo resulta fascinante en la mente retóricamente fascinada de su creador.

Ilustración de Eulogia Merlé.
Ilustración de Eulogia Merlé.

Fantasía y parodia

LA PIEZA, de Sergio Rodríguez (Madrid, 1976), reúne algo más de una docena de cuentos con temas que pretenden ser fantásticos y embarrancan en lo inverosímil, y no pasan de ser ocurrencias urdidas con incontenibles dotes verbales, pero con una imaginación más bien escasa, aunque vivaracha y juguetona. La mayor parte se adscribe al género de la parodia o de la burla; así ocurre, por ejemplo, con El bigote del presidente, una farsa política que no sobrepasa el chiste, o Vida y obra de Gustavo Calzada, la caricatura de un escritor cuya desmedida ridiculización escarnece el propio cuento y lo vuelve fútil e inoperante. La tendencia de Rodríguez al humor de brocha gorda le lleva a dibujar personajes insensatos y grotescos, tal vez con la finalidad de ofrecer una reflexión escéptica y nociva sobre la condición humana; sin embargo, no supera el nivel de la astracanada. El botón nuclear es una alegoría superflua acerca de la maldad y el engaño; El nadador, una vacua observación sobre la timidez y la indecisión; Al pie de las estatuas parece más bien una redacción escolar; Memoria del humo desarrolla una embrollada introspección sobre fumar o no fumar que acaba por fatigar al propio narrador. Por fortuna, no todo es irrelevante en este libro. Fábula dulce es un meritorio cuento; aquí imaginación y estilo entretejen una curiosa historia de pasión y fracaso de dos empresas de suministro eléctrico, con sus tácticas financieras y amorosas, que nos permite suponer que, de seguir en ese registro, Sergio Rodríguez podría aportar, en un futuro no muy lejano, algunas buenas narraciones.

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