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Reportaje:HÉROES MEXICANOS | LECTURA

Nuestras hijas de Juárez

Un día de abril de 2001, dos hombres grandullones entraron en el aula en la que estaba dando clase Marisela Ortiz y, ante la mirada estupefacta de los niños, le ordenaron salir. "Me entró el terror de que me iban a secuestrar", cuenta Marisela. "Pero tenían un aspecto tan oficial que hice lo que me decían. Una vez fuera, me interrogaron, me preguntaron por qué me había implicado en este asunto de las mujeres asesinadas, quién estaba detrás de mí, quién me pagaba. No les entraba en la cabeza que sólo me podría mover el dolor y el deseo de que se hiciera justicia".

Marisela Ortiz dirige Nuestras Hijas de Regreso a Casa, una organización formada principalmente por familiares de algunas de las 100 jóvenes, aproximadamente, que han sido víctimas sistemáticas de violaciones, mutilaciones y asesinatos en Ciudad Juárez (Estado de Chihuahua), en la frontera de México con Estados Unidos, a lo largo de la última década. El número total de mujeres muertas o desaparecidas en ese periodo en Juárez, también famosa por sus bandas de narcotraficantes, supera las 300, pero el número de asesinatos en serie -todos aún sin resolver- está entre 90 y 128, según Naciones Unidas, que se ha interesado activamente por el caso.

Marisela Ortiz: "Nuestra lucha golpea en el mayor problema de México, lograr el Estado de derecho"
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El motivo de que las autoridades hayan centrado de tal manera sus sospechas en Ortiz (los dos hombres que la interrogaron se identificaron como miembros de la Secretaría de Gobernación de Chihuahua) es que no hay ninguna familiar suya entre las víctimas. "Su lógica les dice que debe de haber algo sucio, que tiene que haber dinero de por medio", explica Ortiz, que dice que, desde aquella primera entrevista en la escuela, ha estado sometida a una intimidación implacable y un aluvión de amenazas por parte de la policía y la oficina del procurador.

Ortiz pertenece a una categoría humana reconocible en cualquier lugar en el que la injusticia es endémica: mujeres valientes y decididas, de firmes principios, que un día deciden que '¡basta ya!' y, a partir de ese momento, dedican sus vidas a hacer que el mundo sea un lugar menos malo. Ortiz, que, cuando nos conocemos, va vestida elegante con zapatos de tacón alto, es maestra desde hace 27 años. Había ido desarrollando una sensación de agravio respecto al sistema de justicia de su país desde hacía tiempo, sobre todo desde que, en 1999, dos niñas sordomudas de 11 años que eran alumnas suyas fueron violadas y los autores -a los que no detuvieron hasta que ella no puso el grito en el cielo- quedaron en libertad tras cinco días de cárcel. Pero el detonante, lo que cambió el rumbo de su vida de forma definitiva, fue la muerte de Alejandra Andrade.

Alejandra era alumna de Marisela Ortiz. Una de sus favoritas. "Le di clase entre los 11 y los 15 años", explica Ortiz. "Era una niña muy especial, preciosa, segura, vivaz, una líder nata, una superoptimista, que escribía muy bien y soñaba con ser periodista". Sus sueños se recortaron por lo que Ortiz considera su precipitación, al tener dos hijos cuando todavía estaba en edad escolar. Y se interrumpieron sin remedio el día de San Valentín de 2001, el 14 de febrero, cuando la secuestraron al salir de la fábrica en la que trabajaba tres días por semana. "Inmediatamente me di cuenta de que coincidía con el perfil de las chicas a las que estaban atacando los asesinos en serie", dice Ortiz. "Una semana después apareció su cadáver. La habían golpeado, torturado y esposado. Había sufrido quemaduras. Había sufrido violaciones tumultuarias. Y le habían arrancado a mordiscos trozos del cuerpo. Tuve que ayudar a sus pobres padres, tuve que involucrarme en la batalla por la justicia".

Norma Andrade, madre de Alejandra y miembro de Nuestras Hijas, tardó en darse cuenta de que aquello iba a ser una batalla. Y no sólo porque estaba tan destrozada que pensó seriamente en quitarse la vida. (No lo hizo cuando comprendió que tenía una nueva misión por delante: hacer de madre para los dos hijos de Alejandra, que tenían 20 y cinco meses.) "Parece absurdo, pero de verdad pensé que la policía estaba con nosotros", dice Norma, una mujer grandona, que lleva ropa suelta y zapatillas deportivas, y a la que la ira ha convertido en un peso pesado de la lucha por los derechos humanos.

"Decidimos que no bastaba con que lo denunciáramos a las autoridades, teníamos que actuar", me dice Ortiz. "Así que fuimos a la capital del Estado a ver al gobernador". El gobernador pertenecía al Partido Revolucionario Institucional (PRI), dueño monolítico del poder en México durante siete décadas, hasta que el sistema empezó a decaer en los años noventa. "Fue asombroso, nos presentamos en el congreso de diputados y las mujeres congresistas -¡las mujeres!- del PRI nos rodearon para insultarnos de la forma más repugnante. De ahí fuimos a buscar ayuda al Gobierno federal. Incluso conseguimos convencer al presidente Fox [del Partido Acción Nacional] que nos recibiera en su residencia de la Ciudad de México. Como eso tampoco sirvió de mucho, decidimos sacar nuestra lucha al extranjero, denunciar lo que ocurre en los medios y en los foros internacionales".

El llamamiento a la conciencia del mundo fue útil en el sentido de que sirvió para poner el dedo en la llaga entre los poderes fácticos del Estado de Chihuahua. En los tres años y medio transcurridos desde que se formó Nuestras Hijas, se ha vuelto habitual que el Gobierno estatal y los empresarios locales acusen públicamente a Ortiz y los demás de "vendepatrias" y de "ensuciar el buen nombre de Ciudad Juárez". "Es increíble, ¿verdad?", dice Norma Andrade. "Ni se les ocurre que tal vez son ellos quienes ensucian la ciudad con lo que, para nosotras, no es sólo negligencia, sino una corrupción vergonzosa. Estamos convencidas de que encubren a los asesinos".

Esto podría no ser más que el lamento sobreexcitado de unas madres resentidas y apenadas. Pero la idea esencial de lo que dice el grupo Nuestras Hijas la corrobora un individuo sereno, frío y tremendamente bien informado con el que me entrevisto en la otra ribera del río Grande, al otro lado del puente que separa Ciudad Juárez de la plácida ciudad estadounidense de El Paso. Se llama Óscar Máynez. Es criminólogo, posee un título de master logrado en Estados Unidos y fue el primer hombre que, ya en 1993, supo reconocer la pauta de los asesinatos en serie y alertó a las autoridades sobre su existencia. "Dije que las cosas iban a empeorar, mucho, pero me ignoraron", dice Máynez, que en aquella época trabajaba en la oficina del procurador de la zona. ¿Por qué le ignoraron? "Porque mis superiores eran indolentes e indiferentes. Porque las mujeres eran pobres. Además, estaba muy extendida la actitud de decir: 'Llevaban minifaldas, ¿qué iban a esperar?".

Máynez fue jefe de investigaciones forenses en la oficina del procurador del Estado entre 1999 y 2001, año en el que dimitió. Le pidieron que alterara las pruebas en relación con uno de los casos de asesinatos de mujeres, y él se negó. Negarse a ser cómplice de los delitos de la policía era peligroso. Le amenazaron de muerte y se fue a vivir a El Paso, aunque es lo bastante valiente -o lo bastante imprudente- como para seguir cruzando a Juárez prácticamente todos los días.

"Lo sorprendente", dice, "es que, aunque se ha detenido y encarcelado a gente por los asesinatos, normalmente con pruebas inventadas y confesiones obtenidas mediante torturas, no se ha resuelto ni uno solo, no ya de los 100 casos de asesinato en serie, sino de los 300 de mujeres asesinadas en Juárez desde 1993. ¡Ni uno! Todos los que están en prisión son inocentes. En términos legales, los procesos contra ellos son inexistentes y, sin embargo, los jueces les han mandado a la cárcel, lo cual prueba hasta qué punto está corrupto el sistema. Y significa, además, que los asesinos siguen en libertad".

¿Quiénes son los asesinos, en su opinión? "No sé, pero puedo decir dos cosas. Son personas que lo hacen por puro placer sádico. Y son gente de dinero. Hace falta dinero para hacer eso a lo largo de tanto tiempo y lograr que no les atrapen, que ni siquiera les investiguen. La conclusión es que, si uno es un sociópata y disfruta matando a mujeres jóvenes y pobres, en Ciudad Juárez puede hacerlo".

De vuelta en Juárez encuentro pruebas de la tesis de Máynez que, cuanto menos dinero tiene uno, menos posibilidades tiene de encontrar justicia. Me dirijo al barrio más pobre de la ciudad, el más peligroso, me han advertido, que lleva el nombre -algo grandilocuente- de Lomas del Poleo. Allí, bajo un sol abrasador, veo a Juanita Rodríguez, que se sienta a hablar conmigo a la sombra de un árbol, junto a la chabola en la que vive acompañada de su madre y sus tres hijos. En la mañana del 10 de febrero de 2003, los hijos eran cuatro, pero esa tarde, Berenice, que tenía cinco años y medio, fue a la tienda de la esquina a comprar unos refrescos y no regresó. Nueve días después, Juanita, que tiene 26 años, tuvo que ir al depósito de cadáveres de Ciudad Juárez a identificar el cuerpo de su hija. La habían violado repetidamente y le habían dado 15 puñaladas. Cuando la encontraron, me dice su madre, estaba desnuda, con los pantalones en una mano.

El primer sospechoso, el único para la policía, fue el esposo de Juanita, padre de sus dos hijos pequeños y padrastro de Berenice. "Estaba en casa con nosotras cuando Berenice desapareció, así que es obvio que él no fue, pero la policía le detuvo, se lo llevó y le dio una golpiza, diciéndole que tenía que confesar el crimen", cuenta Juanita.

El barrio es un desierto lleno de matorrales, las calles están sin asfaltar y no son más que arena aplastada. La chabola de Juanita es una mezcla de ladrillos, hojas de metal y cartón. Unos perros sarnosos olisquean los montones de basura y los restos de neumáticos quemados que hay a nuestro alrededor. A menos de 300 metros de distancia, la tierra, de pronto, se vuelve verde. Es la otra orilla del río, Estados Unidos.

Berenice desapareció a las seis menos veinte de la tarde de un lunes, una hora en la que tenía que haber mucha gente en la calle. ¿Nadie vio cómo se la llevaban? "Preguntamos a todo el mundo, pero nadie dijo nada. Es porque tienen miedo. Preguntamos a todos, yo fui de tienda en tienda. Alguien tenía que haber visto algo. Pero me dijeron que nadie había visto a mi nena".

De lo que tenían miedo era de verse metidos en algún lío con la ley. Pero Juanita no tenía miedo. Se sentía desafiante. Y por eso decidió entrar en el grupo de Marisela Ortiz. Cuando la policía descubrió que se había unido a Nuestras Hijas -cuya camiseta lleva puesta durante nuestra conversación-, volvió a llevarse a su marido. "Esa vez le golpearon tanto que le rompieron una costilla. Le dijeron que si no dejábamos de ver a esa Marisela, las cosas le irían mucho peor. Luego me detuvieron a mí y me dijeron que me había convertido en sospechosa del asesinato de mi hija. Me hicieron la prueba del detector de mentiras. Es que... esa gente no deja que una persona sufra en paz".

"Eso es lo que hacen, sobre todo con los pobres", dice Marisela Ortiz. "Buscan a los culpables dentro de la familia y no pasan de ahí. Al padrastro de la niña le dijeron que, si no cortaba la relación conmigo, se las arreglarían para que le declarasen culpable del asesinato y le enviaran a la cárcel".

Nadie ha acusado todavía a Ortiz de asesinato, pero las autoridades parecen perseguirla con más energía que a los asesinos de las 100 chicas de Juárez. Tras el incidente con los dos hombres de la Secretaría de Gobernación, empezaron las amenazas telefónicas, en las que le advertían que no se metiera donde no le llamaban.

"Después empecé a recibir llamadas de la oficina del subprocurador del Estado para que fuera a verle. Me negué y empezaron a llamarme seis o siete veces al día. Lo siguiente fue que el propio subprocurador en persona iba a venir a hacerme una visita. Volví a decir que no, pero un día me llamó para decirme que estaba de camino. 'Voy a verla', dijo. La urgencia se debía a que habíamos organizado una manifestación para esos días. Al final, cedí y nos vimos en un café de un hotel de Juárez. Llegué y vi que había 30 personas con él, todos sus acólitos. Me acosó, me amenazó y trató de coaccionarme.

"Me dijo el subprocurador que estaba provocando una tormenta en un vaso de agua. Que no tenía motivos para hacer todo eso porque las familias estaban satisfechas de la respuesta de la policía. Que, en vez de preocuparme por las mujeres muertas, más me valía cuidar de mis hijas vivas. Fue una amenaza de lo más directo. Y luego -tal como funciona el viejo sistema mexicano- se puso un poco más amable y me preguntó si no podía haber alguna forma de que desconvocáramos la manifestación. ¡Estaba intentando comprarme! Pensé que aquel hombre no tenía ninguna vergüenza. Pero le contesté que sí había una solución: que si encontraba a cinco de las desaparecidas antes de la víspera de la marcha, haríamos lo que él pedía. Después dije: 'Con permiso', me di la vuelta y me fui. A partir de ahí, el hostigamiento se volvió mucho más terrible".

Empezaron a aparecer coches sin matrículas que aparcaban delante de su casa y les grababan en vídeo a ella y a su familia; la seguían constantemente cuando salía con su coche; recibía amenazas cada vez más intensas, como la vez que le dijeron que los asesinos de Alejandra andaban detrás de ella, que eran personas sanguinarias que le cortarían trozos del cuerpo y secuestrarían a sus hijas (tiene dos, ambas mayores) y se las devolverían en pedazos.

"Entonces, el 23 de octubre del año pasado, después de una persecución por la ciudad, un coche me bloqueó, y el conductor salió y me dijo que, si no cerraba la boca, iban a asesinarme, pero antes matarían a los miembros más jóvenes de mi familia, es decir, mis dos nietas".

¿Quiénes eran? ¿Quién era el hombre que la amenazó? "Estoy segura de que eran de la policía. Les di una descripción detallada del hombre, pero, por supuesto, nunca realizaron ninguna investigación".

El único rayo de luz en esta historia, el único indicio de que los cambios políticos en el país quizá puedan tener, algún día, repercusiones en la forma de administrar la justicia, fue la reacción del Gobierno federal, cuyo procurador se apresuró a asignar dos guardaespaldas a Ortiz. Desde entonces, las presiones han disminuido. Hoy ya no cuenta más que con uno, un joven que la sigue a todas partes y tiene siempre una enorme pistola en la parte trasera de sus pantalones.

También han recibido amenazas de muerte otras mujeres de las demás organizaciones que piden justicia para las muertas de Juárez, tal como escribe el periodista mexicano Sergio González en un excelente libro sobre los asesinatos titulado Huesos en el desierto. El propio González, que ha implicado a la policía y a los narcotraficantes en las muertes, las ha sufrido. Le han seguido en coche hombres de aspecto siniestro, le han amenazado a la cara en dos ocasiones y, una vez, recibió una gran paliza.

Le pregunto a Marisela Ortiz por qué continúa con su campaña en una situación tan imposible y peligrosa. ¿No piensa a veces en dejarlo todo? "No, aunque tengo mis momentos de debilidad, sobre todo cuando pienso en mi familia", contesta. "Pero ahora están conmigo en esto y pienso seguir adelante. Algunas madres me han preguntado si continuaré cuando se encuentre a los asesinos de Alejandra, y he contestado que sí. Norma piensa como yo. Esta lucha nuestra golpea en el corazón del mayor problema en Juárez, y creo que en todo México. La lucha por el Estado de derecho".

Marisela Ortiz, directora de Nuestras Hijas,una organización de familiares de jóvenes asesinadas.
Marisela Ortiz, directora de Nuestras Hijas,una organización de familiares de jóvenes asesinadas.JOHN CARLIN
Juanita Rodríguez y su familia.
Juanita Rodríguez y su familia.JOHN CARLIN
Norma Andrade y su nieto.
Norma Andrade y su nieto.JOHN CARLIN

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