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Reportaje:

Muerte y renacimiento de cuatro pueblos

El abandono total de una localidad es un proceso tan complejo como su repoblación, que va del misticismo al puro negocio

Ignacio Zafra

Vicente Supiñá asegura que los inviernos no son tan duros en La Pobla d'Alcolea, pedanía de Morella elevada unos 1.000 metros sobre el nivel del mar. Los inviernos no son tan duros pero cuando nieva de verdad las casas recias, de techo de teja, a dos aguas, quedan aisladas y hay que pasarse "dos o tres días" en ellas. Cuando murió el padre de Vicente, hace cinco años, el camino que conduce a la N-232 estaba tan bloqueado que tuvieron que llevarlo a la iglesia, dejarlo allí, y esperar un par de días para enterrarlo.

El proceso de abandono de un pueblo es complejo; su repoblación también. El primero puede ser brusco, como una catástrofe natural, o resultado de la erosión de las expectativas de vida. Quienes deciden repoblarlos siguen a veces una llamada "espiritual"; otras la del puro instinto, que les indica que allí hay negocio. En territorio valenciano pueden encontrarse de toda clase.

Francisco Pascual no olvida el día en que recibió su esquela para forzarle a dejar su casa

Vicente Supiñá, de 70 años, cuenta que hace pocas décadas La Pobla d'Alcolea tenía 300 habitantes, una escuela y dos bares. La compra se hacía en Morella. Caminaban 20 kilómetros hasta la capital de Els Ports, cargaban el animal y reemprendían la marcha. Cuatro horas de ida y cuatro de vuelta. Y que hasta hace 20 años no había luz eléctrica, ni agua corriente, pero sí una fuente, un lavadero, un horno comunal, en el que hacían pan y cabían dos personas, y "transistores a pilas". Hoy tiene 10 residentes, que aumentan en vacaciones. El resto ha muerto o ha emigrado a Vinaròs, a Morella o a Zaragoza. "No porque vivieran mal", dice Vicente, que también es recio, socarrón, que ha cultivado trigo, patatas, garbanzos, viñas, "sino porque veían que otros se marchaban".

¿El futuro de La Pobla? Vicente, impávido, responde: "La gente se marchará y el pueblo quedará para los fines de semana". Un proceso que ya ha empezado. Hace cuatro años un promotor inmobiliario de Benicarló compró tres casas, las rehabilitó y las puso en el circuito del turismo rural. Una inversión que tiene en el paisaje del Maestrat su principal activo.

Un fenómeno similar se reproduce a 300 kilómetros de distancia, en Santa Eulalia, antigua colonia industrial a medio camino entre Villena y Sax, en L'Alt Vinalopó. Santa Eulalia tiene una calle central, dos plazas, y, oficialmente, ningún habitante. El conjunto urbano se creó a finales del XIX alrededor de una fábrica de harina; hoy parece el escenario de una película. Los industriales construyeron un teatro, una iglesia, una nave de elaboración y venta de bebidas alcohólicas, una estación de tren, un edificio de administración y decenas de casas para los asalariados con un refinado gusto arquitectónico.

Después de años de abandono, Santa Eulalia es objeto de una peculiar reocupación. Vecinos de Villena, Sax, Elda o Petrer, han arreglado las viviendas, en su mayoría para utilizarlas de segunda residencia, como José Castillo, zapatero, de 55 años. Castillo pagó un millón y medio de pesetas por la casa hace 20 años, pero desconoce qué derechos tenía sobre el inmueble el hombre que se la vendió. Ni él ni las otras 30 familias llegadas a Santa Eulalia tienen escritura de propiedad. Salu Pons, de 31 años, explica que firmaron "papeles privados", y hay quien dice que en realidad todo el pueblo, hasta la última construcción, fue hipotecado cuando tras el cierre de la fábrica.

Cerca de Santa Eulalia hay otro centro de turismo rural, El Saladar. "El negocio va bien", dice Nerea, que tiene 16 años y aparenta más. A base de reuniones de ciclistas, clientes esporádicos, y algún habitual. Como un hombre que cada sábado, a las siete de la tarde, se sienta en la barra y pide un gin tonic. Así todo el verano. De modo que Nerea, que no lo dice pero se nota que preferiría tener vacaciones en vez de trabajar para su padre, llena la copa en cuanto lo oye entrar. A veces da un paseo, pero no de noche, porque entonces, a Nerea, Santa Eulalia le parece siniestra como un pueblo fantasma.

Pero si uno busca historias inquietantes, el lugar es Gavarda, comarca de la Ribera Alta. Hace casi 22 años del temporal que desbordó el pantano de Tous, anegó poblaciones, causó ocho muertos y pérdidas millonarias. Más de dos décadas después la pantanà sigue envenenando la vida de unos vecinos separados de facto desde que en 1991 se construyó, sobre una loma el nuevo pueblo de Gavarda.

El Ayuntamiento y el grueso de los habitantes optaron por el traslado, confiando en que los remolones acabarían siguiendo a la mayoría a una zona más segura que ofrece el aspecto impersonal de las urbanizaciones. No fue así. Entre 100 y 200 personas viven hoy en sus antiguas casas, rehabilitadas, habitando un paisaje insólito en el que por cada edificación se cuentan varios solares. Lo más grave es que el proceso de emigración, las presiones para que todos abandonaran el antiguo núcleo y los pleitos por el reparto de las nuevas viviendas generaron un odio que la mayoría considera irreparable.

Francisco Pascual, jubilado, de 65 años, vecino de Gavarda la vella no olvida el día que recibió una amenaza en forma de su propia esquela: O abandonaba su casa, o tendría "su merecido". Otros recibieron insultos, y algunas disputas acabaron en juicio. Es la descomposición social de un pueblo que para dos vecinas de Gavarda la nova fue siempre un lugar tranquilo, familiar, donde las diferencias más graves no pasaban del reparto de la herencia.

Ajenos a las truculencias materiales viven desde hace 30 años los miembros de la comunidad ecuménica de Turballos, término municipal de Muro d'Alcoi. Vicent Micó, franciscano, jubilado según dice, porque sus opiniones, sobre la propiedad privada no agradaban a la jerarquía católica, fue uno de los impulsores de la iniciativa de recuperar una cultura rural "ecológica y valenciana". Rehabilitaron el pueblo con la premisa de ser autosuficientes, porque "como dijo Gandhi", su principal inspirador junto a San Francisco de Asís, "una familia o un país no serán libres mientras no sean autosuficientes".

La comunidad -que varía de número y tiene un núcleo permanente de ocho personas- cultiva sus propios alimentos con útiles tradicionales, no utiliza neveras, ni energías contaminantes, y practica y enseña a cuantos se acercan la filosofía de la no violencia. El culto es siempre distinto, abierto al debate y con los asistentes sentados en círculo. En la iglesia "no hay oro ni plata", ni luz eléctrica. Porque utilizarla, opina Micó, "sería como una profanación".

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Sobre la firma

Ignacio Zafra
Es redactor de la sección de Sociedad del diario EL PAÍS y está especializado en temas de política educativa. Ha desarrollado su carrera en EL PAÍS. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Valencia y Máster de periodismo por la Universidad Autónoma de Madrid y EL PAÍS.

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