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Columna
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Futuro

Vivían en Andalucía cerca de 300.000 extranjeros en 2003, tres veces más que cinco años antes: hay 183.000 recién llegados, y eso supone un 50% del aumento total de la población en el mismo periodo. Si la subida sigue, dentro de 100 años todos seremos forasteros o hijos de hijos de forasteros, exactamente igual que ahora: los nombres de los lugares de Andalucía dejan huella de una larga historia de extranjeros llegando y desapareciendo. Sandro Viola ha señalado tres impulsos irresistibles para viajar: huir, conocer mundos distintos y buscar las ruinas de alguna Edad de Oro difunta. Muchos de los viejos viajeros llegarían con ese estado de ánimo a la Andalucía de hace 50 años, imaginarios exploradores de un país primitivo, medieval y oriental. Y muchos se quedaron y se enrolaron en el negocio del turismo.

Eran privilegiados, trabajadores con derecho a vacaciones pagadas en los años cincuenta y sesenta y setenta. Ahora sus descendientes vienen y encuentran costumbres y comidas y marcas de todos los productos idénticas a las de sus supermercados de origen, incluso la misma moneda, y la pérdida de diferencias exóticas es más motivo de alivio y satisfacción que de fastidio. La economía de la costa exige extranjeros en constructoras, inmobiliarias y tiendas de mobiliario, hoteles y bares, clínicas humanas y veterinarias, salones de belleza, academias de idiomas, videoclubes y asociaciones protectoras de animales, oficinas de informática, imprentas y periódicos en inglés, alemán, ruso o finlandés.

Los inmigrantes transforman sus propias vidas y las nuestras. Abren iglesias cristianas, mormonas, evangélicas, The Fellowship of The King, por ejemplo, con su eslogan, "Nerja's Friendly Church", que celebra oficios los domingos, a las diez y media, a cien pasos de mi casa. Estas cosas tuvieron en su día cierto valor educativo aquí, donde se pensaba mayoritariamente que sólo era posible una religión que además era la verdadera. Recibir extranjeros tiene un prestigio de tolerancia y generosidad, y el extranjero emite cierta aura, algo sagrado. No es raro que los reyes nos vengan de sitios remotos, como los monarcas normandos o alemanes de Inglaterra, como los Austrias y los Borbones de España, que incluso coronó a un transitorio Saboya. Ulises, el viajero heroico, era el protegido de una diosa.

Pero los navegantes de África que desembarcan clandestinamente en Francia, Italia y España, es decir, ahora mismo en las playas de Granada, insisten en contradecir la imagen que tenemos de nosotros mismos como civilización hospitalaria. Rocco Buttiglione, comisario de la Unión Europea, defendía el martes en La Repubblica, diario romano, el derecho de los europeos a elegir a sus huéspedes. Una cosa es la inmigración y otra la invasión, y hay que devolver a sus casas a los inmigrantes no queridos, decía el comisario. Ellos seguirán intentando entrar, y son los únicos que mantienen el triple impulso que Sandro Viola atribuía a los viajeros de verdad: el deseo de fuga, cambio y recuperación de una edad dorada perdida. Huyen de África para vivir otra vida y añoran nuestra edad dorada, europea, futura, aunque el futuro empiece a estar en ruinas.

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