Vestir en fiestas
Si hay algo en que la Aste Nagusia exhibe una gama total de posibilidades es en el guardarropa. Desde la txosna hasta el hotel, la zoología de la villa se convierte en el paraíso de la biodiversidad. Al margen del disfraz puro y duro, el asfalto de Bilbao exhibe estos días toda clase de atuendos, y no puede decirse, en ninguno de los casos, que no se haga con militancia, como en una explícita declaración de principios. No pude explicarse, de otro modo, que la plaza de toros se llene de rigurosos trajes de caballero, por más que azote las conciencias un cruel sol de justicia.
Hay gente que lleva eso del traje con inquebrantable fe, esa fe de la alta burguesía bilbaína, siempre segura de sus valores, que luce corbata de seda ya encargue chuletón en una aguerrida taberna, ya se arrellane en los mullidos sofás de los consejos de administración. Quizás la esperanza de aparecer también en la sección de sociedad, en esas páginas llenas de negritas que pueblan los periódicos estos días, sea otra buena razón para no abandonar el uniforme de bilbaíno-clase-alta, ese uniforme que identifica a los mejores apellidos de la villa o que lleva a otros peores a mejorar notablemente.
Quizás en tanto traje azul que puebla la fiesta no anide excesiva elegancia interior
Frente a la corbata italiana, frente al terno inglés, las txosnas son la exhibición de la comodidad, la proliferación de la camiseta, del pantalón flojo y arrugado. No se busquen tacones de aguja o camisas de raya fina junto al mecanotubo: ahí alterna el uniforme borroka con el folclórico vestido de arrantzale, ése que tan popular se hizo entre las chicas (y que aún sobrevive), importado de la costa, pero que acabó tiñendo de azul todas las fiestas del interior de Vizcaya. A esas chicas con olor a salitre les acompaña el desaliño masculino y, en especial, esa espantosa camiseta que deja al aire los sobacos (y su correspondiente pelambrera) en un ejercicio que mis ojos (y mi nariz) nunca toleran. Ignoro el efecto que esa versión de camiseta con flancos desguarnecidos puede suscitar en la tropa femenina de las txosnas, pero no parece al colmo de la elegancia. Uno cree en la elegancia, incluso en la elegancia con pantalones vaqueros o con botas de monte. La exposición sobaquil no resulta, sin embargo, capaz de amoldarse a ningún canon de estilo.
Dijo Balenciaga que la elegancia que más admiraba era la elegancia moral, y quizás, en este campo, los lujosos hoteles de la villa salgan perdiendo con relación al tumultuoso Arenal. Cuando uno no sabe nada acerca de cómo se hace dinero, siempre es conveniente pensar en lo peor. Quizás en tanto traje azul que puebla la fiesta no anide excesiva elegancia interior, pero contra eso nada puede hacerse, y mucho menos en fiestas, un tiempo en que hasta el Código Penal permanece en suspenso.
Consolémonos pensando lo siguiente: que a lo mejor también en esto hay un punto medio, y que siempre se puede habitar una razonable medianía, un lugar donde se acomoda, más allá de la sobaquera al aire o el dogal de seda italiana, la mayoría de la gente, y con ella la verdadera elegancia que reclamaba el modisto de Getaria: la que se alienta desde dentro, la que sólo se manifiesta en virtud de modelos de conducta.
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