Aparición
10 Tanzania me produjo una impresión muy negativa cuando mi primera visita, hará unos catorce o quince años: desde el contacto inicial, a cargo de los aduaneros depredadores que nos dieron la bienvenida en el aeropuerto de Dar es Salam, a los amenazadores intentos de extorsión cuando nuestra partida, también a cargo de los aduaneros. Debido a alguna que otra noticia leída en la prensa durante estos últimos años, y a los comentarios de algún conocido que había visitado el país recientemente, pero, sobre todo, a mi convicción de que la situación interna de Tanzania difícilmente podía empeorar, estaba en realidad convencido de que por fuerza tenía que haber mejorado, cuando en el aeropuerto de Arusha pasamos sin problema los trámites de aduana. Y no es así; yo diría que, de hecho, la situación interna incluso ha empeorado.
Entonces, cuando fui a preparar un documental para TVE, los problemas de Tanzania eran similares a los de los países comunistas de la época: burocraticismo, pobreza, dejadez, corrupción, ineficacia, malhumor. Ahora, son los propios de los países postcomunistas, donde a la miseria, la corrupción y el desamparo, hay que añadir el impulso de atemperar las propias carencias sometiendo al visitante a cuantas exacciones sean posibles; entonces, la persona que te atendía -funcionarios o no funcionarios- mantenía la actitud implícitamente desafiante del que te está diciendo sin palabras: vosotros, los blancos, ya habéis abusado bastante de nosotros; ahora nos toca a nosotros, los negros, abusar de vosotros. En la actualidad, su actitud viene a ser la misma sólo que reprimiendo el retintín, el sobreentendido de intención revolucionaria.
Para la población, los problemas van más allá de una mera cuestión de modales. Desde la muerte de Julius Nierere, el paro no ha hecho más que aumentar y que decrecer el poder adquisitivo de quienes conservan su empleo, mientras la fortuna personal de cuantos pertenecen a los círculos de gobierno se ha incrementado espectacularmente. Al propio tiempo, han sido desmantelados los escasos aspectos positivos que ofrecía el sistema, como la gratuidad de la enseñanza o la sanidad. Este proceso, debido a su similitud con las medidas liberalizadoras adoptadas en los antiguos países comunistas, ha sido por lo general favorablemente acogida en los medios económicos internacionales.
El tratamiento alla turca que sufre el visitante lo experimentamos al poco de llegar en el propio hotel, a través de un impuesto revolucionario de unos pocos dólares que el camarero se las apañó para introducir en la cuenta, de características insondables.
Lo pasamos por alto, firmemente decididos a no dejar que volviera a pegárnosla ni una sola vez más. Una de esas decisiones que por fuerza han de resultar vanas en la medida en que la marcha de las cosas suele ser ajena a nuestra voluntad. Así, a la mañana siguiente, la empleada de la oficina de cambio a la que nos había llevado nuestro guía nos devolvió -tras una rápida manipulación bajo la ventanilla, fuera del alcance de nuestra vista- el billete de 100 dólares que le habíamos entregado, alegando que estaba rasgado, cosa cierta en relación al billete que nos devolvía pero falsa en relación al billete que le habíamos entregado; la jefa de nuestra agencia de viajes, una india con ojeras de mapache, se desentendió por completo del asunto. Algo parecido sucedió en un deprimente parque de reptiles, un lugar falto por completo de interés, donde las infortunadas serpientes eran exhibidas en una especie de tenebrosas peceras; el precio de la entrada que nos cobraron era vez y media superior al anunciado en los folletos de la oficina de información turística. Anécdotas y actitudes sólo en apariencia de escaso relieve, que inducen de inmediato a establecer comparaciones -países donde suceden este tipo de cosas y países donde no suceden-, en este caso, muy desfavorables para Tanzania.
El centro de Arusha ofrece el bullicio que es propio no tanto de la actividad laboral cuanto de una ciudad en la que todo el mundo parece hallarse pendiente de lo que sucede en la propia calle, de las oportunidades que brinda, laborales o de cualquier otro tipo. El visitante, el extranjero, se ve de inmediato rodeado de vendedores de periódicos, de refrescos o de artesanía, de gente que le hace objeto de toda clase de ofertas, entre sorprendida e irritada de que ninguna de ellas parezca merecer su interés. La abundancia de pedigüeños y de gente lampando en las aceras hará que el visitante extreme la vigilancia sobre sus efectos personales, la cámara, la cartera, y sin embargo, lo más probable es que los verdaderos delincuentes se cobijen no en las calles, sino en los interiores, en la dejadez y el descuido de unas oficinas que anuncian toda clase de negocios relacionados con el turismo y que ofrecen también lo que no se anuncia, desde trato con menores hasta toda clase de caza ilegal.
Próximo al centro pero difícil de percibir para el viajero apresurado, se encuentra un extenso barrio residencial, exponente del relieve que en otros tiempos había merecido la ciudad, tanto por sus condiciones climáticas cuanto por su situación estratégica en el África anglosajona, a mitad de camino entre El Cabo y El Cairo. Se trata de un barrio de calles amplias y apacibles, bordeadas de villas ajardinadas que nada tienen que envidiar al Pedralbes de Barcelona o a las del Viso madrileño; la luminosidad violeta de las jacarandás en flor al sol de la tarde completaba el efecto. Aquí vivían los ingleses antes de la independencia, nos dice con satisfacción el chofer. ¿Y ahora? Consejeros del Gobierno, altos funcionarios, ricos comerciantes indios y una serie de extrañas organizaciones e instituciones -religiosas o no- de cooperación y ayuda, perfectamente custodiadas y dotadas de avanzados sistemas de seguridad, en las que no se advierte actividad alguna. Resulta inevitable preguntarse si alguna de esas organizaciones, aparte de la residencia en Arusha, es algo más que un número de cuenta corriente.
En mi anterior viaje a Tanzania los masai me parecieron unas gentes condenadas a la extinción. La extinción está ya consumándose, favorecida por su voluntaria conversión en espectáculo folclórico, en actores que interpretan sus propias formas de vida tradicional. A diferencia de sus antiguos enemigos, los kikuyu, o de los tutsi de Ruanda, de los que son primos hermanos, no han sabido hacer frente de manera adecuada al impacto de la modernidad. Siguen deambulando por sus tierras, ahora convertidas en un paraje degradado por los desechos de la sociedad industrial. Paradójicamente, en campo abierto, su sonrisa sigue siendo la misma. Una sonrisa que sería muy equivocado interpretar como signo de simpatía. No es simpatía; es superioridad.
11 La mayor parte de picos permanentemente cubiertos de nieve que hay en el mundo tienen algo en común, por inconfundible que sea su silueta, cuando asoman entre las nubes tocadas por el sol, trátese de los Himalaya, los Alpes o los Pirineos. El Kilimanjaro, en cambio, sea visto por entero, sea cuando destaca por encima de las nubes, nítido, aislado, resplandeciente, tiene más de idea de montaña, de montaña imaginada, que de montaña real, lo que le otorga la singularidad de una aparición.
Lo habíamos visto a la perfección a nuestra llegada, tanto desde el avión como desde tierra, camino ya de Arusha. En cambio, cuando nos propusimos visitar las cataratas que se abren paso en sus abruptas faldas, la cumbre permaneció oculta entre las nubes durante todo el día.
Las faldas del Kilimanjaro poseen la cualidad de paraíso terrenal que apreciamos en Uganda: una sucesión de pequeñas viviendas rodeadas del crecimiento exuberante de todos los frutales y cultivos que sus habitantes necesitan para su sustento. De vez en cuando, barrancos profundos y cascadas relampagueantes entre restos de vegetación primigenia, oscura, de altos vuelos. En las proximidades de la más alejada, las nubes, como contagiadas por el ruido del agua, empezaron a desleírse en sus propios aguaceros y tuvimos que ponernos a cubierto en un refugio. El guía que habíamos contratado a la entrada del parque, mientras charlábamos a la espera de que amainase, nos dio una lección de religiosidad pragmática: él era cristiano porque, de haberse hecho musulmán, a estas alturas no tendría otros estudios que los coránicos. Ya de regreso, hicimos una pequeña parada en su casa y nos presentó a su mujer, que estaba tendiendo la ropa. También se nos había unido un niño que, ante la primera catarata, parecía estar acompañando a un blanco de aspecto estólido al que, de primera impresión, tomé por pedófilo, debido a su expresión de trance o extravío. Ni pareció darse cuenta de que el niño se incorporaba a nuestra expedición.
Aunque era ya algo tarde, conseguimos almorzar en un hotel situado a pocos kilómetros de la entrada del parque nacional. Se trata de un hotel desarrollado en torno al edificio de lo que probablemente fue una antigua hacienda de amplios porches, con una serie de bungalows diseminados por los cuidados jardines, y la cumbre del Kilimanjaro presidiendo las alturas salvo cuando, como ahora, se hallaba cubierto de nubes. Me había alojado en él durante mi primera visita a Tanzania y, situado en un contexto completamente distinto, lo había descrito en el capítulo VI de mi novela Mzungo. Desde entonces ha mejorado en cuanto a confort sin perder nada de su encanto. Lo celebro.
Según Houellebecq, las europeas prefieren a los negros mientras que los europeos prefieren a las orientales. Como todas las generalizaciones -y con todos mis respetos por las orientales-, su afirmación me parece discutible. Es cierto que son muchas las europeas que encuentran que hay negros muy guapos, sin que se oigan similares comentarios acerca de los orientales. Pero también lo es que hay mujeres en África de una belleza y de una elegancia muy difíciles de superar. Se da además una facilidad de entendimiento merced a la expresión, a la mirada, que matiza y ahonda la mutua atracción que pueda experimentarse. Por otra parte, yo diría que las connotaciones sexuales de la atracción que el europeo -o el blanco- siente por África son de otro tipo, y se refieren más al temple ante el peligro y al compañerismo como manifestaciones de virilidad que a otra cosa. Los problemas que afectan a los protagonistas de los relatos africanos de Hemingway, por poner un ejemplo, siempre como amenazados por la impotencia. En este sentido, los rasgos tradicionales de la formación del varón, como pudieran ser los ritos masai que acompañan a la circuncisión de los adolescentes, la exigencia de que, además de soportar la operación con impavidez, realice alguna proeza personal lejos de los suyos durante las semanas que siguen a la ceremonia -cazar un león, por ejemplo- supondrían una cura ejemplar. Las mujeres, por su parte, parecen valorar, sobre todo, la fidelidad, más aún, la devoción, que los africanos pueden llegar a sentir por ellas, tal y como se recoge en Memorias de África. El interés por el tamaño del pene, por el mayor tamaño que se atribuye a los africanos, es algo que, más que a las mujeres, preocupa a los hombres, dentro de esa idea de África como exaltación de la virilidad a la que antes me he referido.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.