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Crónica:
Crónica
Texto informativo con interpretación

El plástico, único techo en Darfur

Unos 50.000 desplazados sudaneses se hacinan en el campamento de Abu Shouk

Yolanda Monge

Su techo es ahora un plástico blanco y sus paredes tres ramas de acacia. Cuando consiga acomodarlo será todo lo que tenga por hogar. Dentro de él aguantará la lluvia con la que de nuevo amenaza el cielo y se cobijará del viento cargado de arena con pañuelos de colores que harán de paredes. La tormenta de la madrugada pasada devastó su refugio. Ha tenido que empezar de nuevo. Como el miedo, al cuerpo de Hawa se pegan dos niños. Son la frontera del campo de desplazados, los "recién llegados". Los tres viven en el campamento de Abu Shouk, a las afueras de El Fasher, capital de Darfur Norte. Junto a ellos, otras 50.000 personas comparten cielos de plástico.

Una cara diferente, un nombre diferente, también diferente el número de seres queridos perdidos en el camino. Pero una misma historia. Días y luego semanas que se convirtieron en meses de huida tras el ataque de su aldea. Andando a veces por el desierto amarillo, a veces por la sabana. Sin nada que comer, sin agua que beber. Con temor a volver a ser atacados. Arrastrando a los más pequeños y a los más ancianos y dejando a veces por el camino a ambos enterrados bajo un árbol en sombra en tumbas marcadas con un puñado de piedras. Vagan en un exilio interior de proporciones desconocidas. Las cifras más pesimistas hablan de un millón de personas que recorren en busca de seguridad una región tan grande como España. Los que optaron por abandonar el país y saturan los campos de refugiados del vecino Chad superan los 120.000. Los muertos: se cuentan por decenas de miles. Pero nadie lo sabe. Lo único seguro es que existen.

Los campos de desplazados están saturados de norte a sur y de este a oeste por familias diezmadas. La visión más común es la de mujeres cargando niños a sus espaldas. Hombres hay muy pocos. Aunque para estos últimos ha habido varias opciones: fueron asesinados, resultaron reclutados por el Ejército regular, se unieron a los grupos rebeldes levantados en armas contra el régimen islamista de Jartum (el SLA, Ejército de Liberación de Sudán, y el JEM, el Movimiento para la Igualdad y la Justicia, ambos en sus siglas en inglés). En febrero de 2003, años de abandono sobre la región de Darfur se tradujeron en una revuelta. El Gobierno respondió con el Ejército y la policía para sofocar el levantamiento en las principales ciudades. Para combatir en el desierto armó a los Janjawid. Guerreros a caballo de las tribus nómadas, árabes en su mayoría, enfrentados desde que el mundo es mundo con las poblaciones sedentarias por razones también antiguas: la lucha por la tierra fértil y el agua. Los tres últimos años han sido de sequía.

Armados y equipados sólo quedaba actuar. Y eso es lo que hicieron. Arrasaron aldeas enteras. Y la consecuencia más directa y evidente son las miles de precarias chozas recubiertas de plástico azul que componen Abu Shouk. Allí se sienten seguros y nada en el mundo les va a hacer abandonar sus dos metros cuadrados de seguridad. ¿Volver a sus aldeas? "Allí siguen los Janjawid, allí ya no queda nada", es la respuesta más común. Porque en los campos, contando además con que el de Abu Shouk es modélico, -es el que las autoridades de Jartum "mostraron" al secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, y al secretario general de Naciones Unidas, Kofi Annan, durante su visita a la zona a finales del pasado mes de junio-, tienen garantizadas unas condiciones mínimas de vida. Agua, comida y un techo. Aunque sea de plástico. Y eso en África ya es mucho.

Un mucho que se convierte en un salvoconducto a la seguridad cuando de lo que se huye es de la devastación y el asesinato. "Volví a mi casa a intentar recuperar el ganado, y lo único que quedaba era olor a sangre", cuenta Osman. "Llegaron los Janjawid, algunos montando caballos, otros camellos. Primero mataron a 20 personas", rememora. "Hubo gente que huía, otros que intentaban salvar a sus animales", prosigue. Las milicias árabes armadas por el régimen de Jartum contra la población negra y campesina de Darfur sólo dejó en pie los muros de adobe de los tukul, como se llaman las chozas de esta zona. Casa por casa, saquearon, asesinaron y luego pretendieron que el fuego borrase sus huellas.

Pero al igual que Osman, todos los que han vivido en primera persona los ataques saben que quedan restos. Aunque mudos. Los que han intentado volver a sus hogares sólo han encontrado la huella de la barbarie. Cadáveres yaciendo en el suelo. Con un tiro en la sien. Porque los Janjawid comprueban quién ha muerto y quién no. Y rematan en el suelo al que aún le queda algo de vida. A los niños se los llevan para las labores más serviles. A las mujeres se las estigmatiza de por vida: son violadas sin distinción. Sobre la arena naranja del desierto y bajo un cielo que trae mucha agua, Hawa se deja fotografiar tímida. Pero habla poco. Sólo ella sabe cuál fue su suerte. Y la quiere seguir guardando para sí misma. Que así sea.

Hawa, una refugiada del campo de desplazados de Abu Shouk, en Darfur, trata de rehacer el refugio de plástico que la lluvia  destrozó por la noche.
Hawa, una refugiada del campo de desplazados de Abu Shouk, en Darfur, trata de rehacer el refugio de plástico que la lluvia destrozó por la noche.

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Sobre la firma

Yolanda Monge
Desde 1998, ha contado para EL PAÍS, desde la redacción de Internacional en Madrid o sobre el terreno como enviada especial, algunos de los acontecimientos que fueron primera plana en el mundo, ya fuera la guerra de los Balcanes o la invasión norteamericana de Irak, entre otros. En la actualidad, es corresponsal en Washington.

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