La rica quietud escénica de Andrés Corchero
Dentro de la programación veraniega en Madrid, que más que inspirar coherencia respira improvisación, hay algunos productos de interés, y entre ellos, sin duda, la presencia de Andrés Corchero en el sugerente espacio de verano que el Teatro El Canto de la Cabra imagina y gestiona en la esquina de la ciudad donde aloja su sede. En origen es un parque angular, donde hay un olivo y otros varios nobles árboles, zonas de arena, parterre y duro enlosado gris.
Una vez acotado ese espacio, la magia del teatro acude y se convierte en un sugerente escenario iluminado con delicadeza. El olivo permanece en su sitio, en el centro, con un carácter tan clásico como ritual; el árbol se yergue como escultura o escenografía (ya lo usaron en idéntico esquema Tadeus Kantor y Peter Brook, convirtiéndose así el hallazgo en una cita audaz), dando a la puesta en escena una cierta densidad que Corchero aprovecha con solvencia durante la obra y especialmente en la escena final.
Corchero es ya una de las figuras más serias y de más sólida trayectoria dentro de la danza moderna española
Andrés Corchero es ya una figura de las más serias y más sólida trayectoria dentro de la danza moderna española. Su implicación original con la danza butoh, su cercanía al meollo que representan Katsuo Oono y Min Tanaka, y su inveterada seriedad, le avalan y le dan esa serena manera de exponer sus materiales donde lo que más importa es justamente la sustancia coréutica, sutil pero presente, el sentido de una no acción que pone en valor el silencio (los silencios) en progresión.
La otra zona de su estilo la da las colaboraciones con poetas (o la poesía: recordemos su espléndido trabajo sobre Jaime Gil de Biedma) y músicos contemporáneos (Agustí Fernández antes, y ahora, Joan Saura, entre otros); lo que imprime un carácter de autenticidad, de nueva luz a la creación coreográfica propiamente dicha. Se trata del todo creativo recreado, reforzado.
Con una severa economía de medios Corchero introduce su viaje al centro del mundo interior (al olivo), despliega un lirismo tenso e íntimo, conceptual en su sentido estricto, en lo que significa para los deberes de la danza actual; siendo capaz de armar una red de tristezas, azoro e inexcusable mordedura de la serpiente que culmina en muerte. La serpiente es la soledad que se mueve en círculos poco exactos, pero mortales; en cuanto al estilo Corchero articula sus movimientos en secuencias fragmentadas que establecen no tanto un monólogo consigo mismo como un diálogo de referencias que obliga al espectador a preguntarse junto al intérprete las mismas razones internas y poéticas que conducen el nervio del espectáculo.
La música en directo de Joan Saura es irregular y probablemente el elemento menos compacto de la obra. El compositor, que se encarga personalmente de la ejecución de su banda soportada sobre tecnología electroacústica, intenta un collage con asaltos armónicos eventuales, fragmentos recuperados de voz y compases ajenos (se oye, por ejemplo, a Caetano Veloso unos instantes y, antes, algo de una composición de Nino Rota para un filme de Federico Fellini) y un procedimiento de pulsación que quiere restar protagonismo a la escena, imponerse sobre la ya citada no acción de Andrés Corchero, que a la vez, responde con un ritmo en ralentí, ese lentificar que se acopla a la palabra y al misterioso desarrollo de la exposición corporal. También hay un solo de sintetizadores, usado como pausa, demasiado largo, donde el bailarín desaparece de la escena sin justificación, acaso abandona a los espectadores a su suerte dentro de un caos sonoro nada edificante, de mucho desasosiego.
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