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Reportaje:DE SIRACUSA A OLIMPIA | LECTURA

El sexo roto de los dioses

Manuel Vicent

El abismo tiene un lecho muy blando, por eso sólo permanecen enteros los dioses que zozobraron en el mar. Durante la azarosa travesía de Siracusa a Olimpia hubo muchos naufragios y hacia el fondo de las aguas se fueron juntos muchas veces los guerreros y sus espadas, los cuerpos dorados de los gimnastas, corredores, aurigas, lanzadores de discos y de jabalinas con sus músculos rocosos en compañía de las esculturas de mármol o de bronce que eran transportadas en la misma nave hacia los templos y palacios de las colonias. El mar se tragó su memoria, pero con el tiempo sólo los dioses que siguieron a los atletas en este viaje al abismo emergieron un día con el sexo entero. Oh, la próstata de Apolo, ¿dónde habrás ido a parar? Se la habrá comido un gato de Delfos, pensé mientras contemplaba una lámina de este dios en un libro abierto sobre mis rodillas. Su imagen esculpida según las medidas áureas aparecía sin genitales.

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De Siracusa a Olimpia

La brisa traía al muelle de Puerto Piccolo la ligera putrefacción de la dársena. Por aquí pasaron André Gide y su personaje de El inmoralista, buscando ambos el placer de los sentidos, que el sur ofrece a cambio de nada. Un atardecer de verano tan dulce como éste, después de dejar a su mujer enferma en la habitación del hotel Villa Politi, el protagonista de la novela se dirigía a este puerto para arrojar su alma entre los olores de vino agrio, en el barrizal de las calles, en las tabernas fétidas llenas de estibadores, mendigos adolescentes y marineros ebrios. Sólo entendía sus gestos en medio de canciones y palabras rudas, pero eso le bastaba para inmiscuirse en la perfección de aquellos cuerpos mojados de sudor. Sabía qué ideal de belleza flota siempre sobre una ciénaga.

Lo imagino ahora bajando por la escalinata del hotel hasta el coche de punto que le espera en la explanada. El tipo del pescante, que viste todavía el antiguo chaleco siciliano, no necesita recibir ninguna orden. Conoce muy bien la querencia de este cliente. Se trata de un sesentón bien conservado, que viste ropa de calidad, un poco devastada por el uso, de modo que el traje color arena ha terminado por adherirse a la antigua elegancia de su esqueleto. Sus zapatos blancos tienen el empeine de lona y el hombre fuma un tabaco egipcio con boquilla de marfil y mientras el coche de punto desciende desde la colina hasta el viejo puerto de Siracusa por la riviera de Dionisio il Grande, sólo se oyen a esa hora en la calle solitaria los cascos del caballo y las ruedas de la berlina.

Era el mismo trayecto que yo también recorría desde el hotel hasta Puerto Piccolo cada tarde, aunque mi ambición no tenía tanta maldad estética. A mí me bastaba con tomarme una cerveza helada y rememorar frente a la bahía los buenos días azules que me quedaban por vivir. Llega un momento en que uno empieza a recordar sólo el futuro: en el seno de cualquier paisaje ya no divisa al joven que se fue en un viaje sin retorno ni oye los gritos de felicidad sin sentido que daba de niño en las calas deshabitadas. Sólo recuerda con nostalgia el placer que aún espera. En el Lungomare di Levante ya no estaban aquellos marineros propicios que tanto le gustaban a Gide. Había chicas de ancho vientre, como diosas de la fertilidad, paticortas y esteatopigias, con los muslos poderosos convergiendo sobre las rodillas delgadas. Así eran las tanagras que hacían el amor contra el pretil del paseo al anochecer con jóvenes excitados junto a la moto aparcada que ni siquiera se permitían quitarse el casco fosforescente.

Aquel personaje de Gide un día abandonó las páginas de la novela y comenzó a recorrer por sí mismo el largo camino con su mujer hasta llegar a Siracusa. Desde París bajaron en tren hasta Marsella y allí embarcaron en un paquebote rumbo a Nápoles. Su mujer estaba enferma de tuberculosis y juntos venían en busca de soleados parajes donde ella pudiera secar los pulmones bajo el profundo olor de las higueras, pero el hombre sólo parecía llegar herido por los deseos de belleza que se engendran al borde del gran naufragio de la vejez. Sus cuerpos estaban gastados, aunque sus maletas eran nuevas.

En las calles de Nápoles se llenaron con toda la variedad de gritos que liberaban las ventanas y bajo la sábanas, camisas, calzoncillos, bragas y sostenes tendidos en los balcones, que la brisa fétida hacia flamear como banderas derrotadas, una noche asistieron en el teatro de la ópera a la representación de Norma, de Bellini, y en el Museo Nacional de Capodimonte trataron de redimirse con la estética de Caravaggio, pero en el muelle principal del puerto estaban sentados en los norays los mozalbetes perdidos que sirvieron de modelos al artista para pintar ángeles y al viajero le gustaban más al natural que en los lienzos, pese a que fuera Caravaggio el creador del naturalismo.

La pareja visitó Pompeya y Herculano, ruinas recién afloradas, y allí ambos se extasiaron ante las figuras de esos amantes que perecieron abrazados mientras copulaban al estilo clásico sin apercibirse de que estaban siendo sepultados por el fuego del volcán, que creían parte del orgasmo. Admiraron también el valor inútil del soldado que no se movió de la guardia hasta que la lava lo fue petrificando de pies a cabeza y ni siquiera soltó la lanza cuando el nivel de la muerte le llegó al puño. Al descubrir que todos los dioses tenían el sexo roto en aquellas ruinas, el viajero comenzó a pensar que este accidente del mármol era ya una categoría que debía aceptar como parte del trato con la belleza.

En una tienda de Pompeya aún permanecía intacto el pedido de judías que le estaban pesando en la balanza romana a la esclava Lidia cuando entró en erupción el Vesubio. El guía que les mostraba las ruinas se demoró frente a aquella tienda con una plática sobre la significación del comercio.

-Olvídense de los dioses -les dijo. Han sido los comerciantes quienes han creado la historia.

-Oh. También había mercaderes en el Olimpo -murmuró el viajero.

-Olvídelos. Los verdaderos comerciantes son mortales, pero siempre han estado a bien con amigos y enemigos, sonriendo a todos. En el fondo han tenido que ser imparciales frente a las pasiones humanas para someter las mercancías a un precio justo, o al menos razonable. Los dioses me parecen unos idiotas. No se pueden comparar ni de lejos con un buen tendero. Observen esta balanza. Su fiel aún permanece en el punto exacto, pese a que hubo un volcán que puso a la historia bajo la ceniza.

Pero el viajero sólo observó la palidez de su mujer, no el fiel de la balanza. Luego descubrió en la línea de sombra el perfil de su cuerpo ligeramente encorvado que se proyectaba en la calzada. En medio de Pompeya pensó en todas las ruinas posibles. Había que viajar más al sur si querían encontrar la rebelión o la serenidad definitiva.

El personaje de El inmoralista se dirigía a Túnez para que su mujer pudiera convalecer en Biskra, pero ella tuvo en Siracusa una recaída con un primer vómito. El siroco que se había establecido y el estado de la mar les obligó a permanecer varios días en esta ciudad en cuyo puerto el viajero pudo contemplar los cuerpos que deseaba. Cada tarde bajaba a buscar adolescentes mendigos sólo por el placer de darles una limosna y la mujer se quedaba leyendo en la habitación o en aquel lugar del jardín donde yo solía sentarme.

Allí recordé la imagen de aquella pareja que abandonó el hotel al día siguiente de mi llegada. Ella tenía el cuello largo bajo la pamela y collares que le llegaban a la cintura; él parecía un profesor de lenguas muertas en año sabático, seres estéticos e intemporales. Pensé que eran los mismos personajes de la novela de Gide, pero había oído que esta pareja no se dirigía a Túnez, sino a Grecia, según le dijeron a la recepcionista al despedirse.

Esta pareja de seres maravillosos había seguido otra aventura, aunque ambos padecían males sagrados: ella también estaba tuberculosa y él buscaba recuperar la juventud en los mármoles de los dioses. Desde Nápoles embarcaron rumbo al Peloponeso, pero al pasar el estrecho de Mesina una tempestad les obligó a navegar capeando a merced de la marea hasta que la nave encontró refugio en el puerto de Siracusa. Pudieron haberse quedado en esta ciudad para soñar desde aquí con toda la mitología hasta hacerla realidad, pero cuando su mujer recuperó cierta energía embarcaron hacia Grecia en un navío de línea que llevaba mercancías de balas de lana y barriles con pasta de mazapán con almendras de Avola y cofres llenos de salazones de atún propios de Agrigento. Después de doblar la península del Peloponeso llegaron al Pireo. En Atenas visitaron la Acrópolis, viajaron a Delfos e iban por Grecia de Apolo en Apolo, de sueño en sueño. Siguieron ruta desde Atenas a Patras en un lentísimo tren de carbón y maderas descoyuntadas cuyas ventanillas abiertas eran azotadas por las ramas de los limoneros y hasta en el interior de los vagones caían naranjas y cerezas a medida que el convoy atravesaba la espesura de estos frutales.

La ciudad de Patras es cabecera del golfo de Corinto y allí los viajeros dudaron. Podían tomar un barco de línea que hacía la travesía hasta Cefalonia e Ítaca, que era la forma de rendirse esperando allí la muerte, que es el fin de todo viaje o, por el contrario, agotar todas las fuerzas y hacerse llevar en un viejo cacharro a través del Peloponeso hasta encontrar las ruinas sagradas de Olimpia. Entre la muerte y el esplendor de la belleza, optaron por seguir viviendo.

Después de dos jornadas de camino, entre olivos, pinos, higueras, adelfas que crecían en laderas de montes aplastados por un sol violento, en un valle vislumbraron la cegadora claridad que emitían unos mármoles derribados. En la antigua Olimpia el templo de Zeus y todos los demás monumentos están en el suelo. La historia los ha puesto a nivel de las serpientes y de los alacranes. Los viajeros encontraron allí a un grupo de arqueólogos alemanes que se cubrían con sombreros blandos. Nada hay más elegante que el bronceado de un arqueólogo. El sol está absolutamente a su favor. Uno de aquellos científicos explicó a los viajeros algunos detalles de los yacimientos.

-Estamos trabajando en la zona de los enterramientos.

- ¿Algunos atletas fueron sepultados aquí? -preguntaron los viajeros.

-Atletas, y reyes también.

Hablaban entre ellos de la perfección de aquel lugar, puesto que la crueldad del tiempo se había llevado las piedras y a cambio les había ofrecido el regalo de poderlas imaginar. Sentada a la sombra de un plinto la mujer del viajero tuvo un mareo que trató de remediar abanicándose con la pamela, pero enseguida vomitó sangre, que fue a caer sobre una columna dórica derribada. Aunque los arqueólogos tenían un botiquín de campaña y trataron de auxiliarla, no encontraron ninguna medicina apropiada que no fuera la brisa perfumada por los pinos y las higueras.

El viajero elevó una protesta contra el destino, no exenta de culpa, como si la enfermedad de su mujer o su propia decadencia física destruyeran de nuevo la belleza de Olimpia. En ese momento los arqueólogos estaban aflorando la estela de un sarcófago. Acababan de limpiar unos caracteres de piedra roída que permitían leer está oración: "Antaño era aclamado en los estadios, pero ahora yazco en el olvido, después de matar a un adversario rebosante de insensata furia. Fui coronado diez veces en competición, pero he muerto y en su regazo la tierra me alimenta, a una larga eternidad encadenado. No era el coraje lo que le faltaba a mi alma cuando tenía que matar con mis propias manos. He de partir".

El viaje de esta pareja había tocado a su fin. Los arqueólogos acababan de rescatar también su sepulcro. Ahora yo bebía cerveza frente a la puesta de sol en el Puerto Piccolo de Siracusa. Pensaba en los Juegos Olímpicos que estaban a punto de abrirse en Atenas y veía volar cuerpos gloriosos bajo el acicate químico de los estimulantes y en el libro abierto en las rodillas contemplaba la imagen de un Apolo sin sexo, pero la cerveza era excelente y su espuma me llegaba al ombligo.

Estatua de Apolo.
Estatua de Apolo.M. MAGLIANI (CORBIS) P. GIANNAKOURIS (AP)
Dos turistas en el templo de Zeus, en Atenas.
Dos turistas en el templo de Zeus, en Atenas.M. MAGLIANI (CORBIS) P. GIANNAKOURIS (AP)

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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