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Columna
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La fortaleza

Cuando era pequeño pensaba que las palomas de Correos tenían que ser palomas mensajeras. Era costumbre por entonces en Madrid llevar a los niños a la Cibeles para que dieran de comer a las que no eran aún consideradas como ratas con alas; se suponía, aunque era demasiado suponer, que la experiencia tenía que ser recreativa a la par que didáctica, pero en realidad es que Madrid no era precisamente una ciudad muy divertida ni para los niños, ni para los adultos. El gesto de echarles migas de pan y granos de maíz a aquellos bichos voraces era una especie de rito de iniciación, un test en el que se medía la respuesta de los aspirantes a convertirse en hombres de provecho y mujercitas de su casa ante el acoso de una especie animal, más agresiva de lo que se cuenta. La respuesta más valorada en un hombrecito era correr hacia los animalitos profiriendo grandes alaridos para asustarlos y tratando de aplastar a alguno bajo las botas de Segarra, un comercio de la Gran Vía especializado en calzado infantil y militar. La reacción femenina mejor considerada era la de la niña que trataba de repartir equitativamente el alimento como una experta en economía doméstica.

La supuesta diversión se completaba bebiendo un agua que sabía raro y que le decían agua gorda en la fuente de la esquina de Alcalá. El agua gorda era buena para el riñón y, por supuesto, gratuita, como todo lo demás. Ir a dar de comer a las palomas era mucho más barato que visitar la Casa de Fieras del Parque del Retiro, y casi más pedagógico, porque en el claustrofóbico zoológico, el lúbrico comportamiento de los monos dejaba mucho que desear, era un ejemplo didáctico, pero las enseñanzas que ofrecía no se consideraban adecuadas para la infancia. Además, las niñas y niños sensibles sufrían mucho viendo al gigantesco oso pardo encerrado en una mínima jaula circular dando vueltas continuamente y pasando en cada una de ellas bajo un chorro de agua que mantenía su nivel de humedad pero que parecía una tortura china.

Pero volvamos a la Cibeles, donde los niños alimentábamos a las palomas y aportábamos la base nutricia que proporcionaba los copiosos excrementos que día a día iban minando y deteriorando el imponente edificio de Correos. De pequeño, la singular y poderosa mole del Palacio, y del Palacios, don Antonio que fue su artífice, se me figuraba un castillo, una fortaleza de cuento, morada de un ogro insaciable que se alimentaba de correspondencia extraviada y tenía a su servicio un ejército de esbirros vestidos de gris y con gorra de plato que, con la excusa de repartir las cartas, entraban cada día en las casas de la gente y espiaban su intimidad para luego informar al ogro, cuerpo de araña y rostro humano. Hoy, para un niño imaginativo, el monumental inmueble al que los castizos llamaron "Nuestra Señora de las Comunicaciones", podría formar parte de la mítica arquitectura del "Señor de los Anillos", del paisaje de Harry Potter o de la iconografía de "Spiderman". El personalísimo edificio creó y sigue creando controversia y acumulando adjetivos que le adscriben al neogótico y al industrialismo, al romanticismo, al megalitismo y al eclecticismo, que es una manera de no comprometerse.

Con el tiempo, el Palacio de Comunicaciones me fue recordando más al Castillo de Kafka, aunque su interior lo imaginaba más bien en otra escenografía kafkiana, la de las enormes y siniestras oficinas por las que deambula como un zombi, más psicótico que nunca, Anthony Perkins, en la versión de El proceso que rodó Orson Welles. Grandes naves en las que sombríos burócratas alineados clasifican y distribuyen cartas y paquetes.

La proliferación de las empresas de mensajería y el correo electrónico han arrinconado al esforzado cuerpo de Correos y diezmado sus filas, las comunicaciones casi nunca llevan sellos y circulan por otros cauces.

Una oportunidad de oro que supo aprovechar el alcalde-sol para ocupar tan emblemático y estratégico edificio. Lo del alcalde-sol viene por lo que la edil socialista Trinidad Jiménez piensa de la visión patrimonialista de Alberto Ruiz-Gallardón. El alcalde cree que el Ayuntamiento es él, ha dicho Trinidad, que tal vez soñó con ser princesa y no bella durmiente exiliada en el viejo y entrañable caserón de la plaza de la Villa donde los concejales de la oposición permanecerán enclaustrados hasta que sean llamados por el señor del castillo a su presencia para concurrir a un pleno.

El alcalde lo quiere todo para él y eso no está bien, se queja la concejal, y yo suscribo su protesta. Tal vez deberían transformarlo en parque temático para fomentar el turismo, que anda desganado.

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