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Columna
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Cine

Me gusta ir al cine en las tardes de verano, cuando tengo las vacaciones por delante y el día de mañana se pierde en las fechas del calendario. Se trata de una herencia de mi niñez, un recuerdo en el que se confunden los inviernos y los domingos por la tarde. La infancia termina ese fin de semana en el que los niños aprenden que los lunes empiezan en realidad los domingos por la tarde, a la salida del campo de fútbol o del cine tristón de los colegios, mientras la luz enferma apuntilla una derrota en el último minuto y el regreso a casa se parece a la muerte del héroe o a un beso censurado. Me gustan los cines de las primeras tardes de agosto porque la indignación o el fervor no desembocan en un regreso al trabajo, a las clases de religión o a los problemas de matemáticas. Después de la película vendrá un día más, y otro, y otro, con la misma ociosa monotonía de las olas. Es una marca más en el revólver de las películas del colegio, y lo admito, porque todos llevamos dentro al niño que fuimos, el niño que descubrió el disparo del lunes por la mañana en los domingos por la tarde. Quien se niega a descubrir ese disparo tal vez se salva de los traumas infantiles, pero no porque madure bien y mucho, sino porque se queda en la infancia para siempre. La paradoja de las sociedades más desarrolladas es que han condenado a sus ciudadanos a vivir como niños, en la inocencia perpetua, en el temor a la responsabilidad, solucionando sus miedos con la renuncia a la libertad y con la crueldad despreocupada de los nueve años. Nuestras guerras se viven con la falta de gravedad de una rabieta tecnológica y nuestro pensamiento se cubre con una piel de oveja, pero no para convertirse en lobo, sino para encontrar un buen pastor. Estamos de vacaciones, hemos conseguido convertir la moral humana en un mes de agosto interminable.

Buen ejemplo de la paradójica infantilización de las sociedades desarrolladas son las dos últimas películas que he visto: Shrek 2 y Fahrenheit 9/11. Dos maravillas, dos obras maestras, dos paradojas que tienen mucho que ver entre sí, pese a sus diferencias de género. Shrek 2 es una película infantil cargada de inteligencia y de imaginación, como si sus dos directores hubiesen descubierto que en una sociedad infantilizada la inteligencia y el pensamiento crítico deben recuperarse en el cine infantil, allí donde los niños llevan a sus papas de la mano. El buen humor de estos dibujos animados es tan crítico como la película documental de Michael Moore, Fahrenheit 9/11, una ficción pegada a los hechos, una historia que navega por la miseria, el lujo, los negocios, la crueldad y la información de la sociedad contemporánea. La forma en la que el director norteamericano cuenta la podrida realidad imperial de Bush tiene la misma lógica de Hay motivo, la película con la que los cineastas españoles quisieron intervenir en las últimas elecciones generales españolas, denunciando las mentiras y las mezquindades sangrientas de Aznar. Es paradójico que tengamos que ir al cine para enterarnos con claridad de lo que pasa, de las relaciones que hay entre una mentira y una crueldad, entre un negocio y una masacre. Así que, más que a Bush y a Aznar, estas películas dejan mal parado nuestro sentido de la información, la gravedad de nuestra inocencia.

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