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Columna
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A reformar, a reformar

Me recuerda una canción de mocedad, sobre letra de Alberti, hasta enterrarlos en el mar, pero que no era a reformar a reformar, sino a galopar a galopar a los sones de Paco Ibáñez.. Y es que a uno no le parece mal una reforma que suponga hacer desaparecer esa imagen imperial del presidente del gobierno recibiendo a los virreyes en la Moncloa, en una bilateralidad en las relaciones dignas del imperio turco desaparecido a manos de Ataturk Kemal Pacha. Tanta preocupación de los constituyentes por actualizar la tradición en la modernidad para que el fenómeno centrífugo apalancado en una tradición recreada y fortalecida en cada autonomía nos destroce una nación que en otros aspectos es moderna pero en lo político retorna del XVIII hacia atrás sin ilustrados que la saquen de la tendencia involutiva.

A los virreyes más notables les gusta escamotear la palabra nación, o España, por la de Estado, como si esto sólo fuera Estado con una población de súbditos aborregados por debajo. Por el contrario, lo auténtico para ellos, lo que dispone de adhesión ciudadana, son sus naciones periféricas. España, decíamos algunos de nosotros cuando de jóvenes militábamos en el nacionalismo radical, y es que el totalitarismo de Franco con su Estado no nos permitía descubrir la nación, es la unidad en la opresión, y no vislumbrábamos la existencia, que aunque muchos políticos nos lo pongan hoy difícil de ver, de una nación española en la que curiosamente se han respetados aquellas identidades sin la que no tendría sentido reivindicar bajo nacionalismos, casi tan radicales como el de nuestra juventud, la identidad política de esas nacionalidades periféricas.

Ni siquiera existe el mismo lenguaje, a pesar de los talantes y las sonrisas, por lo que las precisiones del ministro Sevilla, denominando las cosa por su nombre, España por España, nación por nación, son absolutamente necesarias. Lo que deja claro, al menos para el Gobierno, que por ser democrático está ahí por la voluntad de la nación, ante la que responde. Ibarretxe, el nacionalismo vasco, en su heterodoxa modificación de los conceptos políticos, convierte en sujeto de soberanía, no a la nación vasca, lo que todos entenderíamos aún no compartiéndolo, sino a la sociedad vasca de la que se erige, sin facultades, en representante. Su talante, dialogante, no puede escamotear, junto a la llamada a la bilateralidad en las relaciones, de igual a igual, que su conexión, exclusivamente con el Estado, es de naturaleza confederal con, además, derecho a la secesión, puesto que a la sociedad vasca la considera soberana.

Son necesarias las apreciaciones de Jordi Sevilla, no fuera ser que con tanto talante, al final, para resolver el problema necesitemos a un Lincoln y, sobre todo, a un Grant. Póngase ustedes en otro plano de la lógica política para entender lo que se da en la visita a la Moncloa, sumérjanse en el pensamiento del Antiguo Régimen, un poco en el carlismo, y empezarán a entender lo que Ibarretxe propone. Desde esos presupuestos, efectivamente, Constitución y Estatuto carecen de legitimidad, hay tabla rasa, es la soberanía inventada de la sociedad vasca, España sólo existe como Estado, la legitimada para plantear una ruptura que carece en su opinión de los caracteres dramáticos que los demás encontramos. Porque España no existe, la nación española no existe, sólo Estado español.

Así parece mucho más civilizado, aunque falso, que el sujeto de decisión, de soberanía sea algo emanado del pueblo, la sociedad vasca, y por eso la conexión que plantea el lehendakari como "un proyecto de Estado español en común" es si lo decidimos los diferentes pueblos, naciones -aquí ya aparece la palabra nación- y regiones que lo componemos, "y que no es posible si no lo decidimos las diferentes partes que los componemos". Un proyecto de Estado, sólo de Estado, donde la soberanía recae en las partes es la constitución de un sistema confederal con derecho a la secesión.

Ante tales concepciones -la de Maragall es distinta, pero parte de un cierto énfasis en la nación catalana- es necesario las reformas de naturaleza federal que pongan fin a la involución política que se nos presenta. Desde el punto de vista de que el federalismo es la única concepción política moderna que evite la fuga hacia la involución, permita la coparticipación y corresponsabilización de las autonomías en el Estado, y otorgue racionalidad a lo que parece una parodia de las tensiones periférico-tradicionalistas del siglo XIX.

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