Cervantes y sus criaturas
La próxima celebración del cuarto centenario del Quijote, cuya primera parte publicaría Juan de la Cuesta en 1605 -la fachada de su taller, restaurada, se conserva aún en la madrileña calle de Atocha, muy cerca del lugar en el que yacen los restos de Lope de Vega, el Fénix de los Ingenios-, ha propiciado un creciente interés por encontrar nuevos sentidos a la obra, retomando de algún modo el propósito que presidió la anterior conmemoración. La interpretación consagrada entonces, y a la que tanto contribuiría la Generación del 98, se da con toda razón por obsoleta, y se piensa que ha llegado el momento de poner al día la manera en la que los españoles deberían acercarse a las aventuras del hidalgo enloquecido y su escudero. Se procede así a desplegar en ensayos, artículos y conferencias una prolija variedad de lecturas dirigidas a encontrar un enfoque inédito para ese millar de páginas extraordinarias, una de las cimas de la literatura universal.
Ahora bien, la reincidencia en el propósito del tercer centenario, la convicción más o menos generalizada de que, como entonces, la pregunta implícita que podría presidir los futuros actos es la de qué significa el Quijote, o mejor, qué significa hoy el Quijote, limita de tal manera el espacio de la reflexión, determina de tal forma las eventuales conclusiones, que difícilmente podría evitarse el riesgo de incurrir en la plomiza inanidad de los debates de raíz noventayochista, causantes de la distancia, cuando no del implacable aborrecimiento que han tributado a la obra varias generaciones de españoles. Inexorablemente requeridos para encontrar algún significado trascendente a las aventuras de un hidalgo que pierde el juicio por su afición a los libros de caballería, los lectores del siglo XX, marcados por los efectos del tercer centenario, no han podido muchas veces limitarse a disfrutar de un argumento bien trabado ni tampoco identificar las pistas reales o imaginadas que le ayudarían a descifrar la novela. ¿Metáfora de España? ¿Lucha entre realismo e idealismo? ¿Representación de las dos mitades del alma humana? Éstas y similares preguntas son responsables de que buena parte de los intentos por adentrarse en sus páginas, incluso entre universitarios y personas cultivadas, se salden con una rotunda, insalvable frustración.
Pocas veces se ha advertido, sin embargo, la sorprendente singularidad que presidió la celebración del tercer centenario del Quijote y que, de no ponerse oportuno remedio, podría acabar animando también la del cuarto: se concede el protagonismo a un personaje o una obra literaria, no a su autor. Este sutil desplazamiento de la atención desde Cervantes hacia sus criaturas, esta sigilosa alteración de los usos corrientes en efemérides y centenarios, en los que se acostumbra a tomar como punto de referencia las fechas del nacimiento o la muerte de los escritores, y no la de la publicación de sus obras, carecería de importancia si no se enmarcase, como se enmarca, dentro de una tradición ideológica nunca revisada con la severidad que merece. Una tradición a la que, en primer lugar, se debe la idea de que Cervantes fue escritor de una sola obra, junto a varios centenares de páginas irrelevantes salvo por razones de curiosidad crítica o historiográfica. Mal poeta, dramaturgo mediocre y novelista al que un relato prodigioso habría salvado de quedar sepultado bajo los grandes genios de su época, Cervantes ha sido presentado con demasiada frecuencia como un ingenio lego, como un artista inferior a su creación y, en ocasiones, indigno de ella. A juzgar por algunas de las reflexiones que proliferaron en torno al tercer centenario, y nunca del todo desterradas, cabe preguntarse si la fantasía de Borges acerca de la posibilidad de que un mono lanzando al azar las letras del alfabeto compusiera el Quijote no le vendría inspirada por la lectura de la crítica española de hace un siglo, para la que hubiera resultado indiferente que Cervantes fuese, en efecto, un mono.
Como cualquier otro escritor en todo tiempo y lugar, Cervantes tiene páginas mejores y peores, su inspiración le empuja por derroteros más y menos fértiles, al tiempo que los originalísimos recursos literarios que emplea son más eficaces en unas ocasiones que en otras. Pero esta evidencia, esta constatación rayana en la obviedad, no es razón suficiente para minusvalorar e, incluso, dejar en la penumbra cualquier obra que no sea el Quijote. Una lectura, siquiera rápida y sucinta, de la constelación de títulos que componen el corpus cervantino llama la atención por la recurrencia de los temas y la peculiar manera de abordarlos, sobre los que el ingenio del escritor va ejecutando variaciones que hacen del conjunto un todo diverso pero coherente. En él resulta fácil advertir que el Quijote no es el fruto aislado de una casualidad, sino parte de un poderoso universo literario puesto en pie por un autor de excepcionales facultades. Recorrer las páginas de la más universal de sus obras teniendo presente, al tiempo, el resto de sus trabajos permite identificar una estrategia cervantina de construir las fábulas y de implantarlas en la realidad; una estrategia que le es propia y que encontrará diversos ecos en la posterior historia literaria, dentro y fuera del ámbito de nuestra lengua.
La reinserción del Quijote en el contexto del proyecto artístico al que pertenece, o mejor aún, la restitución del mérito de la novela a su autor, permite sin duda advertir el inconfundible aire de familia que une a los personajes de algunas de las obras mayores de Cervantes; seres aquejados de un género de locura que crea confusión acerca de la seriedad con la que pronuncian juicios muchas veces subversivos o en revuelta contra estereotipos que, como los que afectan a las mujeres, les exigen un comportamiento acorde a ideales absurdos, a una servidumbre voluntaria, en expresión del ilustrado Etienne de la Boétie. Y otro tanto cabría decir del parentesco entre los episodios cervantinos más característicos, en los que los personajes son empujados a imaginar lo que no existe, trátese de un retablo que sólo alcanzan a ver los cristianos viejos o de un artefacto de madera que, sin moverse del suelo una pulgada, parece transportar por los aires a sus crédulos jinetes. Es a través de éstas y tantas otras relaciones sutiles pero evidentes entre los diversos títulos que componen la obra cervantina, es a través de estas variaciones narrativas que en el fondo sólo disfrazan una insistencia muchas veces angustiada, como se descubre al escritor genial que no cesa de pronunciarse con humor sobre las preocupaciones y los dramas que acechan en su tiempo, tanto en el teatro de Argel como en los entremeses y narraciones y, por supuesto, en el Quijote.
Desde el momento en que se empezó a considerar que, según propondría la Generación del 98, el alma nacional de España había encarnado en las aventuras de un hidalgo enloquecido y su escudero, Cervantes dejó de ser un autor genial para convertirse en un mero intermediario o, incluso, en un estorbo, según parecía sostener Unamuno al afirmar que el principal defecto del Quijote radicaba en no ser anónimo, como el romancero o el derecho consuetudinario. Desde semejantes presupuestos, pura y descarnada expresión de la reacción nacionalista con la que se resolvió la pérdida de Cuba y Filipinas, nada tiene de extraño el que se optase por conmemorar un gran centenario coincidiendo con la fecha de la publicación de la primera parte del Quijote en 1605 y no, por ejemplo, con la de la segunda en 1615, año en el que se completó la novela; incluso con la de 1616, en la que murió su autor. Ni tampoco tiene nadade extraño el que las celebraciones se articulasen en torno a la pregunta implícita de qué significa el Quijote, puesto que se daba por descontado que Cervantes, simple instrumento de unas esencias patrias que habían escogido materializarse mediante su pluma, no tenía nada de sustancia que decir. En resumidas cuentas, interrogarse acerca de qué significa el Quijote excusaba entonces, y sería preciso desterrar la posibilidad de que pudiese excusar ahora, cualquier indagación acerca de qué pensaba Cervantes.
Puesto que la celebración del cuarto centenario da por buena una fecha cuya selección no fue inocente a la hora de conmemorar el de 1905, tal vez convendría no llevar más lejos los paralelismos entre uno y otro. El Quijote, como cualquier obra literaria de fuste, puede significar lo que deseen sus lectores, tanto los de hoy como los de ayer o los de mañana, y nada se puede ni se debe decir desde las instancias oficiales ante un fenómeno que no es sino una reapropiación íntima de una obra de arte. Es, sin embargo, el pensamiento de Cervantes, la visión del mundo socarrona, condescendiente y liberal que destila a través de todas y cada una de sus fábulas, su condición de escritor consciente de sus opiniones y de las consecuencias que acarreaba el expresarlas, lo que merece un homenaje y un reconocimiento públicos. Así se podría cambiar el signo de nuestra historia intelectual, porque, hasta ahora, ese homenaje y ese reconocimiento sólo se los había tributado una saga de escritores a los que Manuel Azaña -la fachada de su casa familiar, en la alcalaína calle de la Imagen, colinda con el solar sobre el que pudo levantarse la del autor del Quijote- percibía en La velada en Benicarló como una "queja murmurante al margen de lo ortodoxo".
Casi todos los autores que cabría incluir en ella, sin olvidar a quien llegaría a ser presidente de la República, se detuvieron alguna vez, y no sin cierta melancolía, en el capítulo LIV de la segunda parte, en el que Cervantes relata el encuentro entre Sancho y el morisco Ricote, que ha quebrantado la orden de expulsión regresando disfrazado a España. Comparten el queso y el pan de sus alforjas, beben el vino en ronda mientras hablan de las respectivas familias y sus preocupaciones. Y es entonces cuando Ricote confiesa a su antiguo vecino que de todos los países que se ha visto obligado a conocer, es Alemania el que prefiere. "Allí me pareció que se podía vivir con más libertad -dice-, porque sus habitadores no miran en muchas delicadezas: cada uno vive como quiere, porque en la mayor parte della se vive con libertad de conciencia". En Vida de Don Quijote y Sancho, publicado con ocasión del tercer centenario, Unamuno se propone glosar la obra cervantina capítulo a capítulo. El hecho de que uno de los que no menciona sea éste, precisamente éste, que Cervantes tituló con meridiana intención Que trata de cosas tocantes a esta historia, y no a otra alguna, ahorra, en verdad, cualquier comentario.
José María Ridao es diplomático.
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