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Columna
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Las verdaderas víctimas

Por obvio que resulte, quizá sea necesario recordar ahora que las verdaderas víctimas de la matanza de Atocha fueron aquellos casi doscientos ciudadanos de Madrid que perdieron la vida en el tren que los traía al trabajo el 11 de marzo pasado. Y no quiero decir con esto que en la comisión parlamentaria de investigación por donde se han paseado muchas dignidades ofendidas y se han mostrado no pocas incompetencias se haya dejado de tener en cuenta quiénes fueron de verdad los que salieron perdiendo.

Pero así como he oído repetir algo tan evidente como que los verdaderos culpables son los terroristas, más de una vez le hubiera recordado a alguna señoría que de las derrotas se repone uno con el tiempo y no así de la muerte. Porque esta verdad de Perogrullo tal vez alimenta el desconsuelo de los familiares de los muertos: de los que fueron hace unos días a recoger medalla y de los que no quisieron ir a recogerla. Algunos de los que no fueron dijeron que esperaban antes otras cosas y no precisamente dinero. Y me quedé preguntándome ante tan enigmática explicación qué esperaban o qué rechazaban. Lo que quedaba claro es lo que no querían: ni honores ni euros.

No tengo derecho a tratar de interpretar el sentimiento de los que no recogieron el galardón, y tal vez entre ellos se den distintas razones, pero sí entiendo la lucidez que da el dolor de una pérdida irremediable para valorar lo esencial -la vida truncada en este caso- frente a la trivialidad de ciertos lutos. Porque el luto real, el de quien palpa cada día la ausencia en la soledad que le ha traído la muerte, termina viendo en el rito público la impostura de las convenciones que una sociedad necesita para ahuyentar sus miedos, para tratar de justificarse, para lavar sus culpas o para llorar por sí misma. Muchos de los deudos habrán ido comprobando cómo esa soledad o ese dolor, incluso la rabia, en lugar de ser heridas que el transcurso de estos meses podía haber ido cicatrizando son, por el contrario, heridas que el tiempo aumenta. A la perplejidad en que nos sume la muerte en un primer momento, cuando nos acosa de una manera inesperada y violenta como en el 11-M, sucede después una aceptación de las ausencias que constituye el meollo del drama personal de quien pierde a un ser querido. Y desde esa perspectiva, aun comprendiendo la necesidad de supervivencia de una sociedad y de las personas que la componen, se ven más banales los gestos, y no sólo más efímeros, sino más superficiales los lutos públicos. Una expresión de esa banalidad fue el improvisado bosque de los ausentes que se erigió sobre una fuente pública madrileña, con motivo de la boda del Príncipe, para depositar en medio del festejo nupcial televisado una corona de los novios como recuerdo de las víctimas. Dos días más tarde, ni bosque ni recuerdo, sólo el esqueleto de hierro que mantenía una ficción. Toda una metáfora.

Durante un cierto tiempo nadie parecía capaz de hablar en público sin pedir un minuto de silencio, casi se pedía disculpas para sonreír. Y era verdad que esta ciudad estaba conmovida. Sin embargo, todo pasó como la vida misma. Es natural que así sea, tan natural como el hecho de que un ser humano ante la tragedia de otro piense en la posibilidad de su propia tragedia, o se sienta muy cerca de una víctima al pensar que él mismo pudo haber sido aquella víctima o que aún puede llegar a serlo. Pero el hecho de que esa realidad sea comprendida por quien vive en carne propia el dolor no significa que no implique una soledad mayor, más íntima y en consecuencia más distante de toda la parafernalia social del luto y del uso del luto por parte de la sociedad para honrarse a sí misma en sus muertos.

La comisión de investigación del 11-M en el Congreso de los Diputados no perseguía ser naturalmente una larga sesión necrológica, pero alguna vez traté de verla desde el punto de vista del familiar de una víctima. Y la impresión que obtuve en más de una ocasión fue que el daño mayor que proporcionó la tragedia no parecía haber sido la muerte de los ciudadanos. Es más: hasta llegué a pensar que a algunos había terminado importándoles, más que el 11-M, el 13 y el 14. Pero tal vez estas impresiones sean consecuencia de la sensación de indefensión que se apoderó de uno al comprobar que lo que no era mentira era incompetencia y que a veces una y otra se mezclaban. En aquella función intervinieron los actores de acuerdo con el guión que se esperaba y, salvo Fungairiño, que también se ajustó a su guión, no hubo sorpresa. Unos se obstinaban en la realidad y otros en la ficción. Algunos pasaban de una a otra sin aviso.

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